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¿DE QUÉ ESTÁ HECHA UNA MANZANA?

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Mi educación erótica empezó leyendo libros: Madame BovaryAnna Karenina, a Jane Austen, Virginia Woolf, Emily Brontë. Tras leer muchas novelas sobre la vida espiritual de las protagonistas, con mínimas alusiones veladas y censuradas a su vida carnal, llegué a un punto —pasa algo parecido al aprender a conducir— en que ya estaba casi preparado para el examen teórico. Para el examen práctico aún me quedaba un buen trecho. Pero de pronto lo comprendí. Lo comprendí, y para eso me ayudó el fantástico regalo que recibí de mi madre: la imaginación. Al leer aquellos libros, empecé a preguntarme si, en el fondo, yo podía ser Emma Bovary: piensa, ponte en su piel, métete debajo del vestido de Anna Karenina; no debajo del vestido como yo desearía, sino en sentido espiritual. De aquellas novelas aprendí cosas que ni sabía ni imaginaba sobre las mujeres, y, como ocurre a veces al leer buena literatura, se pone de manifiesto que los chinos no son tan diferentes de nosotros como pensábamos, que las personas de la Edad Media no son tan distintas a nosotros, y que ni siquiera las mujeres eran tan distintas a mí como pensaba hasta entonces. El gran extraterrestre empezó a ser menos extraterrestre, menos asustadizo y furibundo, y hasta un pelín parecido a mí. Eso me emocionó tanto… Fue una catarsis.

El odio nacido de la envidia, la humillación y la desesperanza empezó a desvanecerse, la ira empezó a disiparse. Poco a poco, en medio de la espesa niebla, empezaron a apreciarse algunos contornos; por ejemplo, ¿por qué ellas no “daban”? Ahora ya sabía que no era por crueldad o egoísmo. ¿Qué les asustaba? ¿Qué les resultaba repulsivo? Nunca me habían dicho lo que les resultaba repulsivo ni lo que les asustaba, y por supuesto nunca me habían dicho lo que les agradaba, lo que las fascinaba, lo que las atraía. Y es que, desde la muerte de mi madre, en realidad desde mucho antes de su muerte, ninguna mujer había hablado nunca conmigo. Ninguna mujer ni ninguna niña. Jamás. Se lo debía todo a los libros que leía.

Y lo que aprendí de los libros produjo en mí una transformación. Poco a poco me fui llenando de envidia, de una especie de envidia vaga y difusa, hacia la sexualidad femenina, porque comprendí que era incomparablemente más rica y compleja que mi sexualidad, pese a que no tengo ningún derecho a hablar en nombre del sexo masculino. Aprendí que, al parecer, es más complejo estimularlas a ellas que a mí, que es más complejo satisfacerlas a ellas que a mí. Lo poco que conseguí adivinar sobre la sexualidad femenina por las novelas que leía me llenó de una mezcla de respeto y envidia, pero ya no era amargura, ni tampoco odio ni ira. Como un hombre del Daesh que, de pronto, comprende que tiene algo que aprender de la civilización que constantemente ha querido destruir. Y que incluso tiene algo que admirar. De pronto comprende que en varios sentidos el enemigo se parece a él, y que incluso es más avanzado que él, y que merece compasión, afecto e incluso respeto. Así que la pregunta ya no era, como durante toda mi infancia, “¿por qué ellas no dan?”. Desde ese momento, la pregunta era cómo hacer que las mujeres quisieran compartir conmigo esa gran felicidad que me resultaba inaccesible. Tenía tantas ganas de aprender; contaba quince años y tenía tantas ganas de que me lo explicasen. Quería saber. Incluso quería participar. ¿Comprendes lo que estoy diciendo? Quería que me hiciesen partícipe. No solo que me llevasen a la cama. Quería algo más: que me hiciesen partícipe de sus secretos. Quería tener los dos papeles al mismo tiempo: ser tanto yo como ella en la cama, o sobre las agujas de pino en el monte por la noche.

Y pasaron unos años más hasta que aprendí que todo lo que creía haber descubierto a los quince años sobre la sexualidad femenina solo era una media verdad. Que el diapasón de la sexualidad femenina puede ser mucho más parecido al diapasón de la sexualidad masculina de lo que yo pensaba por aquel entonces, cuando leí Madame Bovary y Anna Karenina. Esos libros los escribieron hombres, hombres que sabían del tema, es cierto, pero hombres al fin y al cabo, hombres del siglo XIX que también eran rehenes del cliché sobre la relación entre femineidad y delicadeza o fragilidad. También las diferencias que descubrí entonces entre sexualidad femenina y sexualidad masculina son cambiantes. Unas veces, como la diferencia entre un tambor y un violín, pero otras veces, un dueto de tambores o un dueto de violines. Unas veces de una forma y otras veces de otra. Y no es que una mujer sea así y otra mujer no sea así. Aprendí que lo que creía haber aprendido a los dieciséis años de los libros que había leído en Hulda era cierto, importante y nuevo, pero que eso no era todo. Con los años aprendí otras cosas sobre las mujeres, cosas que Anna Karenina y Emma Bovary no te enseñan, ni siquiera Jane Austen o Virginia Woolf. Pero aquellos libros fueron el primer nivel, y sin él no habría recibido mi primer bautismo de miel, ni habría llegado con los años a hacer un máster y un doctorado. No voy a repetir esto, está escrito en Una historia de amor y oscuridad. Pero, como dijo la hermana mayor de un amigo mío de Jerusalén, la que me pilló intentando espiarla a los doce años: “Amós, si aprendieses a pedir, no tendrías que espiar más”. Con los años aprendí que también eso es una media verdad. Muchas veces es así, pero no siempre.

Aprendí una cosa más… Agárrate a la silla. Aprendí que el tamaño sí importa. El tamaño de la imaginación erótica. El tamaño de la empatía. Esa fue una de las cosas más maravillosas que me han ocurrido en la vida, el descubrimiento de que en capacidad de invención, de innovación…, la mía era mucho más grande que la de esos chicos que metían goles. Ni te imaginas cómo, de pronto, esos nubarrones que me angustiaron durante la infancia empezaron a disiparse, por fin el sol brillaba para mí: “La mía era más grande”.

Qué momento tan formidable. No fue un momento. Fue un proceso. Casi por casualidad descubrí ese secreto, que la caja fuerte a veces se abre simplemente con las palabras apropiadas. No solo con palabras. Puede que haga falta una melodía. Comprendí que la melodía que excita a una mujer es completamente distinta que la melodía que estimula a otra. Y también eso es una media verdad, porque la melodía que la estimuló ayer no tiene por qué ser la que la estimule también esta noche. 

AMOS OZ 

Extracto de uno de los seis capítulos de ¿De qué está hecha una manzana?el libro que ha publicado el pasado 10 de abril la editorial Siruela donde se reúnen los últimos pensamientos del autor israelí sobre escritura, amor, remordimientos y otros placeres, sacados de las conversaciones que mantuvo con su editora Shira Hadad. 

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Escuela de interpretación Madrid

TODOS SOMOS MEDIA ISLA

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Hay días fatídicos. Estremecen tanto por la simbología que encierran como por su interesada falta de rigor histórico. Y así por la fuerza de la repetición que el rito exige, concluyen por convertirse en días proféticos.

El infanticidio más cruel, nunca practicado, se consumó un 28 de diciembre. O así lo dispuso la liga teocrática. Y es que Herodes, un indeseable asesino en serie que contemplaba el poder con lascivia, arrasó, víctima de la superstición, con toda la población belenita menor de dos años. Como quiere la sangre siempre dar sueño, es más que probable que después del horror el infanticida se echara a dormir, dejando en la desdichada comarca un reguero de plasma inocente. Una multitud de madres, dobladas en llanto, clamaban a un cielo empeñado en ser sordo, la vuelta del fruto perdido.

El pasado 28 de diciembre, cerca del lugar de la matanza, y como para que el día de los inocentes pudieran cobrar de nuevo sentido, moría, en el suelo judío que lo vio nacer, el escritor Amos Oz: un hombre inocente. 

No es difícil defender la calidad literaria que a lo largo de los años exhibió, y que le convirtió en uno de los escritores imprescindibles del último lustro. 

Amos Oz, celoso de la paradoja, fue siempre un intelectual partido en dos. Igual que la tierra que pisaba. Incapaz de resignarse a ofrecer respuestas simples frente a problemas profundos… «Cuando crezcas te darás cuenta de que casi todo lo que se oye por la noche puede interpretarse de diversas formas. Y de hecho, no solo por la noche y no solo lo que se oye: también lo que se ve, e incluso lo que se ve a plena luz del día, puede casi entenderse de muchas formas»

Una de las voces judías más autorizadas, arriesgó cuanto quiso, supo y pudo por encontrar una solución al conflicto palestino-israelí. Mientras que una mayoría especulaba con el perímetro del continente, él se esforzaba en rebuscar dentro de los pliegues que todo continente contiene.

De raíz sionista defendió hasta el final el derecho a un estado judío. Igual que exigió un estado palestino con las mismas garantías. Así, para unos fue definitivamente un traidor y para otros cómplice de un genocidio. Es curiosa la relación que los fanáticos mantienen con la coherencia. Como a todo gran hombre nunca le faltaron enemigos íntimos intimidados por el peso de su inteligencia. 

Vacío de vanidad en boca de Vargas Llosa fue un ser incansable, luminoso, apasionado. Un aristócrata de las letras que sabía agitar el deseo con elegancia.

Gustaba de precisar que toda su obra literaria no era sino autobiográfica. Toda ella es espléndida pero fue en Una historia de amor y oscuridad (si no han leído este libro, háganlo ¡ya!) donde en primera persona desgrana las claves de su infancia. Un testimonio íntimo e histórico que culmina con el suicidio de su madre cuando Amos Oz tenía 12 años. Uno de los relatos más conmovedores y profundos que haya podido leer. 

Desde que murió mi padre hace quince años, adopto cuando la ocasión lo merece a un nuevo progenitor. Amos Oz portaba tal distinción. Ha vuelto a morir mi padre. Viva mi padre. 

Descansa en paz y sin Nobel, Amos Oz. Un hombre inocente. Y libre. 

«Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro»

JUAN CODINA

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