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ANATOMIA SENSIBLE

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El martes pasado Andrés Neuman, escritor y amigo del Estudio presentaba en Madrid su nuevo libro ANATOMÍA SENSIBLE en la Librería Rafael Alberti, una pequeña y coqueta  librería familiar de barrio que lleva abierta más de cuarenta años y que si no conoces todavía no deberías tardar en hacerlo. Además hace unos días acaban de recibir el premio Boixareu Ginesta al Librero del Año 

Lo hizo acompañado de su editor Juan Casamayor de Páginas de Espuma y de la periodista y filóloga Ana Pardo de Vera. 

Dice la editorial que ANATOMÍA SENSIBLE es una celebración del cuerpo en toda su amplitud. Una defensa de la imperfección y sus bellezas alternativas, mediante un recorrido poético, político y erótico por la materia que somos. Así es, y tener la oportunidad de poder escucharlo de boca de su autor es una magnífico regalo. Andrés y su delicado y atinado tempo siempre son un deslumbrante espacio para el disfrute de la palabra. 

Nos contó que le daba una mezcla de emoción y de terror hablar del cuerpo en libro desde él y no solo había intentado jugar con la ambigüedad del género literario –este pertenece a muchos géneros literarios a la vez y no se adscribe a ninguno en particular. Es un proyecto unitario en cuanto que tiene una idea detrás y una estructura clara a modo de novela, que además tiene mucha argumentación conceptual como un ensayo pero que está lleno de chisporroteos poéticos o líricos y cada pieza se resuelve más o menos micronarrativamente–. Que hay una voluntad de ser indetectable en términos de género canónico y que por eso es multigénero en cierto sentido, ya que la voz que observa el libro no es ni un hombre ni una mujer, ni un hetero, ni una lesbiana, ni todo lo contrario y es todo eso junto, es decir hay un intento de mirar el poliedro que es el cuerpo desde todas las apetencias, identidades y puntos de vista.

Habló de las redes, de lo viejo y lo nuevo en este mundo virtual, de como estamos en el enésimo turno de Grecia con respecto al cuerpo. Y de como Instagram es un campo de batalla donde todavía hay que discutir con esos cánones, de que no hemos avanzado demasiado en la batalla Dionisíaca, que hay un imperativo apolíneo que además se llena de consumo, de opresión, de política, etc. O de que como la cita Nadie está por encima de la ropa sucia de Cynthia Ozick –una de sus escritoras de cabecera– le ayuda determinantemente a conformar esa idea de lo bello, que no lo es tanto para la masa, y que definitivamente terminamos no enseñando en ese endiablado selfie.

Nos cuenta que ahora que lo trans tiene una fuerza política en el discurso colectivo, él cree que sería interesante pensarlo más allá de lo temático, que lo interesante está en el origen de la apetencia, en esa ficción que es ser otra persona. Como por ejemplo en el teatro clásico, que por razones patriacarles pero que son muy delatoras también, los personajes femeninos los hacían hombres ya que las mujeres no tenían permitido actuar. 

Que le interesan las afirmaciones que son y no son suyas, que salen y no de su yo. Nos anima a plantearnos que ¿qué estamos diciendo cuando decimos este cuerpo me gusta, este cuerpo no me gusta o a mí me gustan las personas así o asa? ¿estamos hablando antes o después de la formación de la educación que hemos recibido? ¿La piel es tan instintiva cómo creemos o está muy premiada de cultura? Que a fin de cuentas lo que decimos que nos gusta o no nos gusta forma parte de un discurso cultural.

Aseguró que le interesaba retirarse de esos presupuestos de hombre, hetero, blanco, patriarcal del s. XXI y abrirse hacia otros poros para comprobar que podía ver de una espalda, de una nalga, de unos pies aprendiendo de otras miradas.

Un ejercicio bello, sincero y, supongo que, extraordinariamente liberador, que como resultado nos ofrece una voz en el libro que no es él conversando con otras voces sino una voz coral que le va dando la vuelta a cada parte del cuerpo como si fuese un prisma desde distintos puntos de vista, deseos e identidades.

Aborda el total de nuestro cuerpo en lo que serían treinta partes o capítulos, donde evidentemente muchas de ellas fueron más fáciles de abordar que otras. Y además se propuso desmitificar las más privilegiadas por la tradición artística o poética, bajándolas a la tierra y buscándoles la imperfección, o las cosquillas, nunca mejor dicho. Discutir esos modelos nobles como podrían ser los ojos, los pechos o la espalda frente esos otros rincones periféricos como un talón, el codo o la parte de atrás de las rodillas. Y confesó que en las áreas genitales –por razones obvias, políticas pero también de tradición– tenemos demasiados preconceptos sobre ellas como para intentar mirarlos por primera vez. 

En este libro está el homenaje final que Neuman necesitaba hacerle al cuerpo, ese que en sus últimas novelas ha visitado lateralmente pero que ahora recoge aquí de frente y en todo su volumen. Un libro, dice, inevitable para mí, para mi experiencia de escritura. Un  libro que le hiciese la guerra a Photoshop. Combatirlo no como herramienta, como software, sino como lógica cultural que deviene impotencia estética. El photoshop va reduciendo poco a poco el espectro con el que imaginamos los cuerpos ajenos y contemplamos el propio hasta que hay solo una manera de mirarlo, una especie de pensamiento único, anatómico, y me parece que la función de la poesía y del arte en general es resistir a esa mirada y construir otra.

Y Andrés lo hace desde el sentido del humor, la ironía,  desde el apetito lúdico. Sabe jugar y sabe reír, ya quisieran muchos. Porque como bien dice a veces el humor llega más lejos que la seriedad, que la interlocución con la seriedad es muy de vuelo corto, que no hay verdadera escucha desde la solemnidad. El libro parodia la solemnidad empleando un lenguaje elevado para parodiarlo. Mostrando hasta que punto es absurdo el exceso de seriedad. 

Lo triste de intentar parecer eternamente joven es que si a una cara de cincuenta años le intentas quitar treinta años de encima, le estas quitando toda su memoria narrativa. No hay historia sin arrugas. 

El paso del tiempo puede no ser solamente una erosión de la belleza si no un modo de generarla. La belleza es lo que sucede cuando el tiempo atraviesa las cosas. 

Por Chechu Zeta | 25 octubre 2019[/vc_column_text][vc_empty_space height=»2em»][/vc_column][/vc_row]

Richard Gwyn

POETA VIVO Y MUERTO

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El narrador de este libro escribe vivo y muerto. Hace ya bastantes años, al poeta galés Richard Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual sólo podía acabar en trasplante o fallecimiento. Pero, incluso en el primer caso, otra persona –«un extraño»– debía morir antes, con todo lo que eso implicaba de expectativa y pánico, de culpa y salvación entrelazadas. Precisamente este concepto, la muerte de un extraño, funciona como punto de vista narrativo en El desayuno del vagabundo (editorial Pre-Textos). Sólo que aquí ese otro es también él mismo. 

En esta memorable autobiografía —que es además un ensayo tan íntimo y conflictivo como el Estar enfermo de Virginia Woolf— su autor nos relata cómo salvó la vida a última hora gracias a un trasplante de hígado. Un hígado como el que Roberto Bolaño se quedó esperando. Ese que su hepatólogo no logró conseguirle a tiempo, mientras él le dedicaba un texto que se publicaría póstumamente. El hígado que hoy Gwyn le dedica a Bolaño. 

Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el excelente poeta que ha sido siempre Gwyn y, al mismo tiempo, por el crítico que también es. Sólo desde este desdoblamiento, que en última instancia se relaciona con su vocación de traductor, podía afrontarse con éxito ese otro desdoblamiento radical que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. Ideal narrativo después del cual, en cierta forma, sólo cabe el silencio. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, el narrador, mientras nos cuenta cómo pudo seguir viviendo gracias al cuerpo de otra persona. Y, antes de que se produzca esta inflexión iniciática, desarrolla un teoría del dolor y sus límites, del mutismo que aguarda más allá de lo físico. 

«Se me ocurre», escribe Gwyn, «que he pasado diez años investigando la subjetividad del enfermo, que he dedicado una tesis a la construcción narrativa del paciente, que he publicado en revistas especializadas e incluso escrito un par de libros sobre el tema…» En efecto, quien haya pasado una temporada en un hospital, o cuidando a un ser querido, conoce esa sensación: estar enfermo de enfermedad. «Nada de eso puede ayudarme ahora», concluye el autor: «estoy en una zona post-discursiva. He llegado al Fin de la Teoría». Un fin que tampoco nos cura de nada, salvo quizá de la esperanza de encontrar El Remedio Final, La Idea Filosófica, La Comprensión del Fenómeno. Males altamente tóxicos para el metabolismo de la literatura. 

Sorteando estos peligros, Gwyn nos ofrece impagables reflexiones sobre el cuerpo, sobre qué es contar una vida, sobre cómo la enfermedad transforma la mirada y, de algún modo terrible, también vivifica la memoria. «De vez en cuando», escribe, «sentimos la necesidad de volver a empezar, de liberarnos de todas las posesiones –o narraciones– acumuladas durante la vida». Su escritura funciona entonces a modo de despojamiento para un personaje demasiado lleno, infestado de memoria física. 

En permanente búsqueda de un punto de observación literaria de su propia dolencia, la voz protagonista va construyendo una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. En el libro se analizan dos lógicas opuestas, que combaten entre sí manteniendo el equilibrio: la lógica de la restitución, donde la salud funciona como una normalidad destinada a recuperarse; y la lógica del caos, que refuta la anterior anulando cualquier posibilidad de regreso al bienestar. Por el justo medio entre ambas, o más bien por un difícil tercer camino, avanza la voz funámbula de Gwyn, que se pasó una década vagabundeando por países mediterráneos (en particular España y Grecia), hundido en el alcoholismo aunque también en turbias epifanías. 

Esas revelaciones dieron el fruto de este libro, que relata aquellos años de viaje y adicción, o de adicción al viaje. En su reciente poemario Stowaway (Polizonte), el autor evoca los encuentros humanos en los márgenes que fueron dibujando un mapa outsider. Un grupo de desclasados que conforman la cara oculta de sus países o, dicho de otro modo, el inconsciente de sus respectivas sociedades: «Me los encuentro en tránsito, en bares sombríos o albergues,/ en pasarelas de canales, en cementerios abandonados./ Hombres nerviosos, transpirados; mujeres que siguen un código de etiqueta/ propio de una cultura ficticia. Con rastas desteñidas, apelmazadas,/ sin lavarse durante semanas; con camisetas del ejército,/ pantalones cargo, bolsillos repletos/ de droga y cuerda, piedras, algas, chicles;/ bocas preparadas para salirse por la tangente…» 

El Desayuno del vagabundo (que debe su título al irónico diálogo que sostiene el narrador con su amigo tunecino Fadi, filósofo formado en la cárcel) cuenta a continuación el proceso de su enfermedad y las metamorfosis que fue causando. Su casi inexplicable recuperación. Y, sobre todo, el problema de cómo escribirla. Esta pregunta básica —¿qué es escribir la experiencia, qué experiencias produce la escritura?— infecta el libro entero. Otro poema del mencionado Stowaway sintetiza a la perfección las inquietudes resultantes: «Cada noche se despierta a la misma hora, entre las tres y las cuatro, perplejo por las rutas que hace años tomó (…), atisbando momentos de un viaje recordado a medias. O quizá se equivoque, y no es el viaje lo que lo despierta, sino la necesidad de escribir sobre él (…) ¿Cómo alcanzamos el estado en que la cosa recordada se mezcla con su recuerdo mismo, el acto de escribir con el objeto de esa necesidad…?»

Resultará difícil que sus lectores dejemos de sentirnos cuestionados sobre nuestra propia experiencia, que suele basarse en un concepto más o menos maniqueo de esas dos potencias totalitarias —como las calificó Bolaño— llamadas salud y enfermedad. Y quién sabe si, también, sobre la división entre el cuerpo y esa protuberancia que denominamos alma. Partiendo del que tal vez sea el mejor ensayo del maestro chileno (incluido en El gaucho insufrible), Gwyn razona en ecuaciones hasta concluir que la enfermedad termina despejando toda incógnita. Cualquier elemento al que se sume queda restado, subsumido: sexo + enfermedad = enfermedad; viaje + enfermedad = enfermedad; sexo + enfermedad = enfermedad, y así sucesivamente. 

Retomando ciertos conceptos de Susan Sontag, El desayuno del vagabundo nos presenta dos reinos que se sueñan opuestos: el de los enfermos y el de los sanos. El narrador ha vivido en ambos, y ya no está seguro de cuál es el suyo. «Es», lo resume Gwyn, «como si tuviera dos pasaportes de países que sospechan el uno del otro»… Los súbditos del reino de los sanos, por supuesto, recelamos de nuestro reino futuro. Tomamos nota de él. Lo estudiamos en busca de algún pasaporte diplomático que nos ahorre los trámites más sórdidos. Al terminar nuestro desayuno con Gwyn, tenemos la sensación de hallarnos a un paso de la frontera, asustados y agradecidos. 

Con hilarantes golpes de humor escatológico que alivian sin anestesiar, a semejanza del Profesor W (de quien el narrador dice, acaso autorretratándose, que «tiene un lindo sentido para lo macabro que no puede mantener a raya»), este portentoso libro toca la vena de lo que somos en primer o segundo grado: supervivientes que hablan. Y también, por fortuna, lectores que escuchan y viven más. 

Por Andrés Neuman | 10 octubre 2019[/vc_column_text][vc_empty_space height=»2em»][/vc_column][/vc_row]