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Richard Gwyn

POETA VIVO Y MUERTO

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»72″ text=»POETA VIVO Y MUERTO» font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»3em»][vc_column_text]

El narrador de este libro escribe vivo y muerto. Hace ya bastantes años, al poeta galés Richard Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual sólo podía acabar en trasplante o fallecimiento. Pero, incluso en el primer caso, otra persona –«un extraño»– debía morir antes, con todo lo que eso implicaba de expectativa y pánico, de culpa y salvación entrelazadas. Precisamente este concepto, la muerte de un extraño, funciona como punto de vista narrativo en El desayuno del vagabundo (editorial Pre-Textos). Sólo que aquí ese otro es también él mismo. 

En esta memorable autobiografía —que es además un ensayo tan íntimo y conflictivo como el Estar enfermo de Virginia Woolf— su autor nos relata cómo salvó la vida a última hora gracias a un trasplante de hígado. Un hígado como el que Roberto Bolaño se quedó esperando. Ese que su hepatólogo no logró conseguirle a tiempo, mientras él le dedicaba un texto que se publicaría póstumamente. El hígado que hoy Gwyn le dedica a Bolaño. 

Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el excelente poeta que ha sido siempre Gwyn y, al mismo tiempo, por el crítico que también es. Sólo desde este desdoblamiento, que en última instancia se relaciona con su vocación de traductor, podía afrontarse con éxito ese otro desdoblamiento radical que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. Ideal narrativo después del cual, en cierta forma, sólo cabe el silencio. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, el narrador, mientras nos cuenta cómo pudo seguir viviendo gracias al cuerpo de otra persona. Y, antes de que se produzca esta inflexión iniciática, desarrolla un teoría del dolor y sus límites, del mutismo que aguarda más allá de lo físico. 

«Se me ocurre», escribe Gwyn, «que he pasado diez años investigando la subjetividad del enfermo, que he dedicado una tesis a la construcción narrativa del paciente, que he publicado en revistas especializadas e incluso escrito un par de libros sobre el tema…» En efecto, quien haya pasado una temporada en un hospital, o cuidando a un ser querido, conoce esa sensación: estar enfermo de enfermedad. «Nada de eso puede ayudarme ahora», concluye el autor: «estoy en una zona post-discursiva. He llegado al Fin de la Teoría». Un fin que tampoco nos cura de nada, salvo quizá de la esperanza de encontrar El Remedio Final, La Idea Filosófica, La Comprensión del Fenómeno. Males altamente tóxicos para el metabolismo de la literatura. 

Sorteando estos peligros, Gwyn nos ofrece impagables reflexiones sobre el cuerpo, sobre qué es contar una vida, sobre cómo la enfermedad transforma la mirada y, de algún modo terrible, también vivifica la memoria. «De vez en cuando», escribe, «sentimos la necesidad de volver a empezar, de liberarnos de todas las posesiones –o narraciones– acumuladas durante la vida». Su escritura funciona entonces a modo de despojamiento para un personaje demasiado lleno, infestado de memoria física. 

En permanente búsqueda de un punto de observación literaria de su propia dolencia, la voz protagonista va construyendo una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. En el libro se analizan dos lógicas opuestas, que combaten entre sí manteniendo el equilibrio: la lógica de la restitución, donde la salud funciona como una normalidad destinada a recuperarse; y la lógica del caos, que refuta la anterior anulando cualquier posibilidad de regreso al bienestar. Por el justo medio entre ambas, o más bien por un difícil tercer camino, avanza la voz funámbula de Gwyn, que se pasó una década vagabundeando por países mediterráneos (en particular España y Grecia), hundido en el alcoholismo aunque también en turbias epifanías. 

Esas revelaciones dieron el fruto de este libro, que relata aquellos años de viaje y adicción, o de adicción al viaje. En su reciente poemario Stowaway (Polizonte), el autor evoca los encuentros humanos en los márgenes que fueron dibujando un mapa outsider. Un grupo de desclasados que conforman la cara oculta de sus países o, dicho de otro modo, el inconsciente de sus respectivas sociedades: «Me los encuentro en tránsito, en bares sombríos o albergues,/ en pasarelas de canales, en cementerios abandonados./ Hombres nerviosos, transpirados; mujeres que siguen un código de etiqueta/ propio de una cultura ficticia. Con rastas desteñidas, apelmazadas,/ sin lavarse durante semanas; con camisetas del ejército,/ pantalones cargo, bolsillos repletos/ de droga y cuerda, piedras, algas, chicles;/ bocas preparadas para salirse por la tangente…» 

El Desayuno del vagabundo (que debe su título al irónico diálogo que sostiene el narrador con su amigo tunecino Fadi, filósofo formado en la cárcel) cuenta a continuación el proceso de su enfermedad y las metamorfosis que fue causando. Su casi inexplicable recuperación. Y, sobre todo, el problema de cómo escribirla. Esta pregunta básica —¿qué es escribir la experiencia, qué experiencias produce la escritura?— infecta el libro entero. Otro poema del mencionado Stowaway sintetiza a la perfección las inquietudes resultantes: «Cada noche se despierta a la misma hora, entre las tres y las cuatro, perplejo por las rutas que hace años tomó (…), atisbando momentos de un viaje recordado a medias. O quizá se equivoque, y no es el viaje lo que lo despierta, sino la necesidad de escribir sobre él (…) ¿Cómo alcanzamos el estado en que la cosa recordada se mezcla con su recuerdo mismo, el acto de escribir con el objeto de esa necesidad…?»

Resultará difícil que sus lectores dejemos de sentirnos cuestionados sobre nuestra propia experiencia, que suele basarse en un concepto más o menos maniqueo de esas dos potencias totalitarias —como las calificó Bolaño— llamadas salud y enfermedad. Y quién sabe si, también, sobre la división entre el cuerpo y esa protuberancia que denominamos alma. Partiendo del que tal vez sea el mejor ensayo del maestro chileno (incluido en El gaucho insufrible), Gwyn razona en ecuaciones hasta concluir que la enfermedad termina despejando toda incógnita. Cualquier elemento al que se sume queda restado, subsumido: sexo + enfermedad = enfermedad; viaje + enfermedad = enfermedad; sexo + enfermedad = enfermedad, y así sucesivamente. 

Retomando ciertos conceptos de Susan Sontag, El desayuno del vagabundo nos presenta dos reinos que se sueñan opuestos: el de los enfermos y el de los sanos. El narrador ha vivido en ambos, y ya no está seguro de cuál es el suyo. «Es», lo resume Gwyn, «como si tuviera dos pasaportes de países que sospechan el uno del otro»… Los súbditos del reino de los sanos, por supuesto, recelamos de nuestro reino futuro. Tomamos nota de él. Lo estudiamos en busca de algún pasaporte diplomático que nos ahorre los trámites más sórdidos. Al terminar nuestro desayuno con Gwyn, tenemos la sensación de hallarnos a un paso de la frontera, asustados y agradecidos. 

Con hilarantes golpes de humor escatológico que alivian sin anestesiar, a semejanza del Profesor W (de quien el narrador dice, acaso autorretratándose, que «tiene un lindo sentido para lo macabro que no puede mantener a raya»), este portentoso libro toca la vena de lo que somos en primer o segundo grado: supervivientes que hablan. Y también, por fortuna, lectores que escuchan y viven más. 

Por Andrés Neuman | 10 octubre 2019[/vc_column_text][vc_empty_space height=»2em»][/vc_column][/vc_row]

BLANCA PAULINO. LA ÚLTIMA APUNTADORA.

Casi al final de la programación de la temporada pasada en los Teatros del Canal pudimos disfrutar de SOPRO (Soplo), un espectáculo del dramaturgo y director portugués Tiago Rodrigues que protagonizaba Cristina Vidal –una de las últimas apuntadoras del Teatro Nacional D. Maria II de Lisboa– interpretándose a sí misma. La función, un profundo acto de amor y respeto hacia la profesión del apuntador, me hizo preguntarme si en nuestro teatro aún quedaban apuntadores en activo; bueno, estaba casi seguro de que no, nunca conocí a ninguno en ningún teatro, pero pensé que tal vez en el Clásico o en el Real a lo mejor todavía había alguno en plantilla. Y si no era el caso a ver si por lo menos conseguía localizar a alguien que lo hubiera sido y que me contara de primera mano los entresijos del oficio. 

Finalmente comprobé cómo los apuntadores, que en el pasado formaron parte de la piedra angular en la estructura de cualquier teatro o compañía, habían empezado a desaparecer a mediados de los ochenta y que en los noventa se podían contar con los dedos de una mano. Pero logré dar con la que había sido la última apuntadora de teatro en nuestro país, Blanca Paulino, y hace unos días tuve la ocasión de poder conversar con ella en NuBel, en el Museo Reina Sofía.

Al principio de la década de los setenta el panorama teatral en la capital era muy diferente a lo que hoy conocemos, eran otros tiempos. Se mezclaban las compañías de repertorio con las que empezaban a hacer teatro experimental, el teatro universitario con la revista, los balbuceos del teatro independiente con el de las grandes figuras. Madrid estaba lleno de teatros. Había muchos, por todas partes, grandes, pequeños, para casi todos los gustos podríamos decir, y en la mayoría era normal lo de la doble función. Y cómo no, la censura del Régimen campaba a sus anchas intentando controlar lo que se decía en sus escenarios. Camuflados entre el público en el patio de butacas, los censores vigilaban las palabras en boca de los actores a la caza de textos subversivos. 

Por entonces la gente de la profesión se reunía en la cafetería Dorín –hoy convertida en una sucursal de una cadena de bocadillos– en la calle del Príncipe, junto al Teatro de la Comedia. Un lugar frecuentado por los directores y productores teatrales de la época donde cómicos y técnicos se dejaban caer en busca de algún bolo o algún contrato que les salvará el mes o la temporada. Un día, de casualidad, Blanca –que acababa de terminar el bachillerato y estaba cursando estudios de secretaría, inglés y francés– entró a tomarse un café y dentro se topó con José Luis Alonso, director del Teatro María Guerrero en aquel momento, que le propuso trabajar como actriz. Y a sus diecisiete años, y sin haberse planteado nunca dedicarse a esto, le dijo que sí. Pronto comprobó que aquello no era fácil, que se ponía muy nerviosa y lo pasaba realmente mal. Pero ya tenía dentro el veneno del teatro y en apenas unos días se vio atrapada en un mundo del que no quería salir. 

Tenía claro que su sitio en la profesión no era ponerse delante del público, pero también estaba segura de que su futuro profesional iba a estar muy ligado a aquello. Ahora tenía que encontrar cuál sería su lugar, qué labor iba a desempeñar dentro de ese nuevo universo que se abría ante sus ojos. Y no tardó mucho tiempo en descubrir que la parte técnica le permitía desenvolverse con soltura y la presión que le provocaba aquello de la actuación  desaparecía. 

Entonces no había escuelas como ahora y la única manera de aprender cualquiera de las labores técnicas del gremio era trabajar a modo de becario junto a un profesional para poder conseguir un carnet que acreditase que estabas capacitado para desempeñar ese oficio. Blanca se pegó a un regidor, casi día y noche, armada con un bloc de notas donde apuntaba hasta el último detalle y, tras seis meses de meritoriaje –dos meses haciendo tragedia, dos de comedia y otros dos de teatro musical– y el sello correspondiente que acreditaba su aprendizaje, empezó a trabajar como regidora en una profesión donde todos eran hombres y ella la única mujer. Corría el verano del 72.

Se sentía una afortunada, porque de alguna manera sabía que estaba haciendo historia. A veces tuvo que poner a más de un compañero en su sitio cuando intentaba propasarse. Gracias a su mano izquierda y a la seguridad que tenía en ella misma consiguió que todos la respetaran y la considerasen como a uno más. Trabajó con los productores más importantes del país –Redondo, Collado o Goyanes– que intentaban colársela a la censores atreviéndose a montar obras de los entonces proscritos Arrabal y Alberti. Unos productores que, por cuenta y riesgo propios, invertían grandes cantidades de dinero en espectáculos que corrían el peligro de tener que suspender a los pocos días de haber estrenado. Eran tiempos complicados para la libertad de expresión y de las oscuras cloacas del Régimen llegaban a veces amenazas de bomba que se quedaban en eso, amenazas, pero que provocaban el desalojo de los teatros, cortes de tráfico y el consiguiente revuelo. 

Pero un día Blanca dejó de ser regidora para convertirse en apuntadora. La razón que le hizo cambiar de oficio a pesar de que le iba estupendamente fue que su pareja también era regidor, y en las compañías no había sitio nada más que para uno. Así que si querían poder salir de gira juntos tendrían que desarrollar diferentes trabajos dentro de una misma compañía y se puso manos a la obra. Después de otros seis meses del correspondiente y riguroso meritoriaje empezó a trabajar como apuntadora. 

La labor del apuntador era vital para el perfecto desarrollo de la función. Por ejemplo, en las compañías de repertorio los espectáculos se montaban en quince días, y al tener varias obras en la cabeza era más común que los actores pudiesen olvidarse del texto. Si esto ocurría, sonaba cual resorte desde la penumbra de la primera primera caja del escenario la salvadora voz del apuntador que, proyectada desde el diafragma y a un volumen adecuado, el actor alcanzaba a oír sin que el público se percatara y finalmente conseguía salir del jardín en el que se hubiera metido.  

Blanca, como todos sus compañeros de oficio, ha trabajado muchas horas en la más absoluta oscuridad –que le ha provocado algunos problemas de fotofobia en la vista– siguiendo el texto con una minúscula linterna. Invisible a ojos del espectador pero acompañando a los intérpretes en ese adrenalínico viaje que es una función. Después de casi cincuenta años dedicados a esta profesión y de haber trabajado con todos los actores y actrices que podamos imaginar, en casi todos los teatros de Madrid y de España, han sido muchas las anécdotas. Toda una vida. Incluso estuvo a punto de dar a luz a uno de sus hijos en un teatro, el Teatro Reina Victoria, donde rompió aguas aunque finalmente consiguió llegar al hospital.

Poco a poco las labores del apuntador fueron siendo absorbidas por el traspunte o el regidor. A mediados de los noventa podemos decir que la profesión había desaparecido. Blanca fue la última, consiguió aguantar hasta hace diez años. Desde entonces sigue trabajando en la misma casa –La Comedia, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico– pero desarrollando su otro oficio, la regiduría, paradójicamente con el que empezó en esto.

Fue un placer escucharla. Siempre es hermoso encontrar a gente que ama su profesión. Me transmitió un entusiasmo y una dedicación extraordinarias. Una mujer maravillosa y que, a falta de cuarenta y cinco funciones para jubilarse, aún sigue deseando que le toque la lotería para poder montar su propia compañía.  

Eso es entrega y lo demás son tonterías. Yo con personas así me voy al fin del mundo si hace falta.

BRAVO.

Por Chechu Zeta | 7 octubre 2019

QUE LA FUERZA OS ACOMPAÑE

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»72″ text=»QUE LA FUERZA OS ACOMPAÑE» font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»3em»][vc_column_text]A mis padawanes:

Si me dicen que me queda una hora de vida, no me lo pienso, acudo al primer vicario joven, guapo y de boca mediterránea que encuentre urgiéndole confesión. Aclaro que en ningún caso es el arrepentimiento el motor de mi deseo, y sí el arrebato que a cualquier dama del teatro ilumina si sabe que tiene la oportunidad de representar a lo grande su última función. Es obvio que en este microteatro fatal no tiene la verdad cabida, un poco ordinaria ante el decisivo paso. Solo la partitura de la mentira salva al actor del vacío. No pierdo pues, la oportunidad que el arte del monólogo ofrece e invento una vida abyecta, llena de pecados y aflicción. Dificilísima de perdonar. Confío en que mi bello confesor, a pesar de no recibir la separata de su réplica final, es lo suficientemente previsible para preguntar con horror: “Hijo, ¿te arrepientes de tan espantosos pecados?” Y yo contestar: “Pues… no Padre, pero sea caritativo y béseme antes de morir. Piense que el último suspiro solo merece el deleite” Conmovido, el Príncipe de la Iglesia abre las puertas del Evangelio que de su boca sale, y besa a la melancólica rana que siempre fui. Entonces, sí, en el instante del beso concentro toda mi vida… incompleta… que se va. Y en el centro del beso, como una corola que sabrosa se abre para que las abejas liben, se revela el sueño que a la hora de la muerte, más orgulloso se vuelve.

Hace doce años inaugurábamos un espacio comprometido en la formación de actrices y actores, aunque lo más emocionante ha sido asistir a su desarrollo personal: como hombres y mujeres. Hoy comienza un nuevo año. Nada me hace sentir tan vivo como saberme el comandante de un ejército de padawanes.

QUE LA FUERZA OS ACOMPAÑE Y FELIZ AÑO NUEVO, INCAUTOS 

Por Juan Codina  | 1 octubre 2019

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¿DE QUÉ ESTÁ HECHA UNA MANZANA?

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»72″ text=»¿DE QUÉ ESTÁ HECHA UNA MANZANA?» font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»3em»][vc_column_text]

Mi educación erótica empezó leyendo libros: Madame BovaryAnna Karenina, a Jane Austen, Virginia Woolf, Emily Brontë. Tras leer muchas novelas sobre la vida espiritual de las protagonistas, con mínimas alusiones veladas y censuradas a su vida carnal, llegué a un punto —pasa algo parecido al aprender a conducir— en que ya estaba casi preparado para el examen teórico. Para el examen práctico aún me quedaba un buen trecho. Pero de pronto lo comprendí. Lo comprendí, y para eso me ayudó el fantástico regalo que recibí de mi madre: la imaginación. Al leer aquellos libros, empecé a preguntarme si, en el fondo, yo podía ser Emma Bovary: piensa, ponte en su piel, métete debajo del vestido de Anna Karenina; no debajo del vestido como yo desearía, sino en sentido espiritual. De aquellas novelas aprendí cosas que ni sabía ni imaginaba sobre las mujeres, y, como ocurre a veces al leer buena literatura, se pone de manifiesto que los chinos no son tan diferentes de nosotros como pensábamos, que las personas de la Edad Media no son tan distintas a nosotros, y que ni siquiera las mujeres eran tan distintas a mí como pensaba hasta entonces. El gran extraterrestre empezó a ser menos extraterrestre, menos asustadizo y furibundo, y hasta un pelín parecido a mí. Eso me emocionó tanto… Fue una catarsis.

El odio nacido de la envidia, la humillación y la desesperanza empezó a desvanecerse, la ira empezó a disiparse. Poco a poco, en medio de la espesa niebla, empezaron a apreciarse algunos contornos; por ejemplo, ¿por qué ellas no “daban”? Ahora ya sabía que no era por crueldad o egoísmo. ¿Qué les asustaba? ¿Qué les resultaba repulsivo? Nunca me habían dicho lo que les resultaba repulsivo ni lo que les asustaba, y por supuesto nunca me habían dicho lo que les agradaba, lo que las fascinaba, lo que las atraía. Y es que, desde la muerte de mi madre, en realidad desde mucho antes de su muerte, ninguna mujer había hablado nunca conmigo. Ninguna mujer ni ninguna niña. Jamás. Se lo debía todo a los libros que leía.

Y lo que aprendí de los libros produjo en mí una transformación. Poco a poco me fui llenando de envidia, de una especie de envidia vaga y difusa, hacia la sexualidad femenina, porque comprendí que era incomparablemente más rica y compleja que mi sexualidad, pese a que no tengo ningún derecho a hablar en nombre del sexo masculino. Aprendí que, al parecer, es más complejo estimularlas a ellas que a mí, que es más complejo satisfacerlas a ellas que a mí. Lo poco que conseguí adivinar sobre la sexualidad femenina por las novelas que leía me llenó de una mezcla de respeto y envidia, pero ya no era amargura, ni tampoco odio ni ira. Como un hombre del Daesh que, de pronto, comprende que tiene algo que aprender de la civilización que constantemente ha querido destruir. Y que incluso tiene algo que admirar. De pronto comprende que en varios sentidos el enemigo se parece a él, y que incluso es más avanzado que él, y que merece compasión, afecto e incluso respeto. Así que la pregunta ya no era, como durante toda mi infancia, “¿por qué ellas no dan?”. Desde ese momento, la pregunta era cómo hacer que las mujeres quisieran compartir conmigo esa gran felicidad que me resultaba inaccesible. Tenía tantas ganas de aprender; contaba quince años y tenía tantas ganas de que me lo explicasen. Quería saber. Incluso quería participar. ¿Comprendes lo que estoy diciendo? Quería que me hiciesen partícipe. No solo que me llevasen a la cama. Quería algo más: que me hiciesen partícipe de sus secretos. Quería tener los dos papeles al mismo tiempo: ser tanto yo como ella en la cama, o sobre las agujas de pino en el monte por la noche.

Y pasaron unos años más hasta que aprendí que todo lo que creía haber descubierto a los quince años sobre la sexualidad femenina solo era una media verdad. Que el diapasón de la sexualidad femenina puede ser mucho más parecido al diapasón de la sexualidad masculina de lo que yo pensaba por aquel entonces, cuando leí Madame Bovary y Anna Karenina. Esos libros los escribieron hombres, hombres que sabían del tema, es cierto, pero hombres al fin y al cabo, hombres del siglo XIX que también eran rehenes del cliché sobre la relación entre femineidad y delicadeza o fragilidad. También las diferencias que descubrí entonces entre sexualidad femenina y sexualidad masculina son cambiantes. Unas veces, como la diferencia entre un tambor y un violín, pero otras veces, un dueto de tambores o un dueto de violines. Unas veces de una forma y otras veces de otra. Y no es que una mujer sea así y otra mujer no sea así. Aprendí que lo que creía haber aprendido a los dieciséis años de los libros que había leído en Hulda era cierto, importante y nuevo, pero que eso no era todo. Con los años aprendí otras cosas sobre las mujeres, cosas que Anna Karenina y Emma Bovary no te enseñan, ni siquiera Jane Austen o Virginia Woolf. Pero aquellos libros fueron el primer nivel, y sin él no habría recibido mi primer bautismo de miel, ni habría llegado con los años a hacer un máster y un doctorado. No voy a repetir esto, está escrito en Una historia de amor y oscuridad. Pero, como dijo la hermana mayor de un amigo mío de Jerusalén, la que me pilló intentando espiarla a los doce años: “Amós, si aprendieses a pedir, no tendrías que espiar más”. Con los años aprendí que también eso es una media verdad. Muchas veces es así, pero no siempre.

Aprendí una cosa más… Agárrate a la silla. Aprendí que el tamaño sí importa. El tamaño de la imaginación erótica. El tamaño de la empatía. Esa fue una de las cosas más maravillosas que me han ocurrido en la vida, el descubrimiento de que en capacidad de invención, de innovación…, la mía era mucho más grande que la de esos chicos que metían goles. Ni te imaginas cómo, de pronto, esos nubarrones que me angustiaron durante la infancia empezaron a disiparse, por fin el sol brillaba para mí: “La mía era más grande”.

Qué momento tan formidable. No fue un momento. Fue un proceso. Casi por casualidad descubrí ese secreto, que la caja fuerte a veces se abre simplemente con las palabras apropiadas. No solo con palabras. Puede que haga falta una melodía. Comprendí que la melodía que excita a una mujer es completamente distinta que la melodía que estimula a otra. Y también eso es una media verdad, porque la melodía que la estimuló ayer no tiene por qué ser la que la estimule también esta noche. 

AMOS OZ 

Extracto de uno de los seis capítulos de ¿De qué está hecha una manzana?el libro que ha publicado el pasado 10 de abril la editorial Siruela donde se reúnen los últimos pensamientos del autor israelí sobre escritura, amor, remordimientos y otros placeres, sacados de las conversaciones que mantuvo con su editora Shira Hadad. 

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Escuela de Interpretación Madrid

«LOS ACTORES RUTINARIOS, LOS ESPÚREOS»

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»50″ text=»Los actores rutinarios, los espúreos» title_tag=»h1″ font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][wolf_fittext max_font_size=»20″ text=» Elogio del actor en VALENTÍN de Juan Gil-Albert» title_tag=»h2″ font_weight=»500″ text_transform=»none» letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»3em»][vc_column_text]

Qué triste sería que las mujeres y hombres del teatro pensáramos esto de dedicarnos a la escena solamente a la luz de los manuales de interpretación, de los libros de teoría teatral, de las historias del teatro y de las artes escénicas; cuántas veces no hemos encontrando en la poesía, en la filosofía, en la medicina, en la escultura, en la música, en la pintura, en la química, etc.,  apuntes, notas, ideas, que se han convertido en disparadores poderosos para la escena. Porque a veces la línea más recta al hallazgo es la tangente. El teatro, o al menos su promesa,  sabe esperarnos en los lugares más inesperados.

Hace unos años el periodista Víctor Fernández me regaló Valentín, novela del autor alcoyano Juan Gil-Albert. Hasta la lectura de ese libro yo había contemplado a Gil-Albert como un asteroide nebuloso que entraba y salía fugazmente de la órbita de astros mayores. Sin embargo, Valentín produjo en mí una impresión tan honda y profunda que, al levantar la vista de su último párrafo —que no el corazón, que allí seguía atrapado— brillaba por derecho y con nombre propio el planeta Gil-Albert.

La novela, con epílogo del poeta Jaime Gil de Biedma, cuenta la historia de la pasión desgraciada de Richard, actor de una compañía de teatro isabelino. Escrita como una paráfrasis en prosa del Otelo de Shakespeare,  y construida sobre fragmentos de muchísimas obras del mismo dramaturgo, Valentín habla de los estragos de la homofobia interiorizada.

Mi admiración se acrecentó aún más cuando supe que la novela había sido escrita en 1964, quizá tras el periodo más oscuro del exilio interior de Gil-Albert; cómo es sabido, éste regresó a España en 1947, padeciendo desde ese momento el desprecio personal y literario de la España franquista y quizá también de la España del exilio. Sin embargo, la década que transcurre entre el final de la redacción y la publicación de la novela en 1974 aparece como el triunfo de la voluntad de un hombre pese a estar colmado de incomprensiones y soledades; un hombre que asume su condición de margen, de verso suelto, casi de fantasma; y desde ahí, desde ese margen que hubiera arrumbado a tantos otros, convirtió la literatura en el refugio donde guarecerse. Su obra es la literatura del vencido que no se deja vencer, del homosexual que pasea las calles de una España inmisericorde con tantos de sus hijos y especialmente los homosexuales; poeta de guardia donde nadie lo aguarda, un humanista en tiempos inhumanos.

Todo eso se suma al altísimo mérito artístico de una obra que es fundamentalmente un  homenaje al teatro y que esconde entre sus páginas una emocionante reflexión sobre el oficio del actor. Y ya que estas líneas, que espero sirvan de invitación para la lectura de la novela, se publican en el espacio virtual de un estudio de interpretación, el de Juan Codina, creo de interés recuperar aquí algunos párrafos.

El protagonista de la obra de Gil-Albert, hereda de sus padres el oficio de actor. Así el joven Richard vive la repentina muerte de su padre no tanto como una tragedia sino como el tránsito necesario para el despertar de su vocación actoral:

Empiezo pues: he vivido al teatro desde mi tierna edad. Mi padre era actor y medio titiritero. Representaba comedias, pero, con sus compañeros de profesión, tenía que improvisar, en las plazas de los poblados, espectáculos de pericia y de agilidad como fin de fiesta. Ejecutando uno de sus saltos mortales, desde un alto trampolín, halló una tarde efectivamente la muerte. Tenía yo diez años y sentí su pérdida, como he comprendido después, más como la iniciación de mi destino que como un cataclismo: de mi destino autónomo, por decirlo así.

Hay algo profundamente turbador en el párrafo anterior. La necesidad, por así decirlo, de matar al padre, que es maestro. Percibimos claramente el sustrato edípico en esta revelación, que se acentúa aún más cuando Richard nos habla de la veneración que siente por su madre, sastra de teatro:

Él era impulsivo, nómada, saltarín; ella resignada. Dedicada a la sastrería, era, también, confeccionadora de disfraces y pelucas, galas destinadas a la ficción, al teatro, y su seriedad y su buen cumplimiento, le valieron, entre los faranduleros, fama de gran mujer a la que, si unos contaban sus cuitas, otros encomendaban sus ahorros.

Sin detenernos demasiado en este punto, Gil-Albert parece remitir a una grieta fundacional del artista, a una sacudida de los cimientos en algún punto de la infancia, a ese ausentarse del mundo aparente de los niños que luego van a dedicarse a eso de “ser artistas”. Pero, por fortuna, lejos de ahondar en estas sombras, pronto descubrimos el inmenso goce que supone para el protagonista dedicarse a la interpretación:

Y heme de pronto convertido en actor, declamador, espadachín, héroe, asesino. ¡La escena! No concibo otro oficio, otra aventura, otra laboriosidad. ¿Podía haber sido otra cosa que lo que fui este ser cambiante lo llamaría yo que, por un talento que se nos otorga, y que para tentarnos se disfraza de necesidad, de necesidad y aun de indigencia, parece resumir en sí lo proteico del alma ajena, paralizada en vivo por unos instantes como si, por un don instintivo de ubicuidad, o quién sabe si por la constancia en nosotros de un espíritu múltiple, nos prestáramos a encarnar, insuflando nuestro aliento, la fisionomía y el drama de un ser transitorio y siempre distinto? ¡Sí, resplandor escénico, inquietante proyección personal en la nada del mundo! ¡Cuánto placer te debo, ocupación febril, superación excitante, abatimiento! Nada podría compararse a esta vida tránsfuga en la que el actor hace las veces de un diamante tornadizo por debajo de cuyas facetas, tiñéndolo como el estilo de un pintor o el acento de una música, revelamos la presencia inconfundible de una corporeidad: la de un ser expresivo que se transfigura perpetuamente sin dejar de ser él, él y no otro. Sí, agradezco a todos los cielos el que, entre todos los oficios a los que el hombre ve supeditada su vida, me haya brindado éste que, en lugar de reprimir, expansiona?

Qué bellísima manera de definir el oficio del actor,  qué certero modo de abordar el asunto de la predestinación (o disposición) sin caer en petulancias narcisistas, qué celebración de la alegría del teatro.

Aunque lo siguientes párrafos bordean lugares comunes sobre la bohemia del oficio —recordemos que describe una compañía del siglo XVII—, se ocupa con tino del don “de la facilidad”, de aquellos intérpretes que expresan su arte “como el agua la frescura y el sol la luz”, porque son poseedores de un secreto.

¿Es acaso un oficio? ¿No parece más que un debe, una gracia, una lujosidad? ¿Que se cumpla en su cometido un trabajo que es tan libre y, a la vez, por así decirlo, tan radical, ya que se acopla de modo natural y flexible al módulo expresivo de la vida misma? El actor expresa el arte como el agua la frescura y el sol la luz, porque lleva en sí el secreto de sus principios constitutivos, la generosidad efectiva de sus condiciones inalienables. Se está dedicado a un trabajo, no como una esclavitud,  ni siquiera como una obligatoriedad, sino simplemente como una expresión. Así he vivido yo mi función como una forma de libertad. ¡Labor sin horarios retribuidos, sin encierros monótonos, sin fastidiosos sedentarismos burocráticos, que cambia de lugar, de luz, de público!

Ya por último, Gil-Albert nos regala este párrafo que esconde un relámpago de verdad porque señala a aquellos que viven el teatro como una rutina, que no arriesgan ni se arriesgan, que no entienden cuántas sombras han de atravesarse para regalar algo de luz, que están en la profesión pero mirándola como desde fuera, como a salvo, espúreos, rutinarios. Por fortuna, están los otros, los que se pierden una y otra vez por encontrarse, los que se arrojan al fuego para alumbrarnos, los que pasando “por divertir a los demás” preparan la más hermosas de las emboscadas.

Bien sé que no todos los que pisan las tablas han sido sellados por el cumplimiento de su fin: existen los rutinarios, los espúreos, que conviven con nosotros, que parecen acompañarnos en una misión que es, en ellos, únicamente tarea; podrían remendar calzado o transportar mercancías sin que estos menesteres supusieran en sus almas deformación o relajamiento. El sino, como en otros aspectos del vivir, se da en unos pocos, que son los que reciben la gracia, y con ella, faltamente, su trasfondo inevitable de inquietud y de sufrimiento. Sin esta inquietud, sin este sufrir, poco puede lograrse de valedero. Incluso en nosotros, los que pasamos por divertir a los demás. Extraña diversión con trampa que, sacando a los hombres de su lugar común, los espolea, haciéndolos entrar, por sorpresa, en las laberínticas vicisitudes del drama humano, en las perplejas inseguridades del alma movediza.

Por Alberto Conejero | 8 abril 2019[/vc_column_text][vc_empty_space height=»2em»][/vc_column][/vc_row]

TRIPTYCH

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»72″ text=»TRIPTYCH» font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][wolf_fittext max_font_size=»42″ text=»Grabación de pieza audiovisual» font_weight=»500″ text_transform=»none» letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»3em»][vc_column_text]

Pararse y mirar, como si fuera un acto político. Mirar. Mirar y volver a mirar. Hacerlo casi como único camino posible para poder empezar a crear, para poder abrir las puertas del enigmático tríptico, como proponían los directores al comienzo de este proyecto que en unas semanas concluirá. 

Hace algo más de dos meses Luis Luque y Eduardo Mayo, junto a los quince alumnos del postgrado de este año, se embarcaban en la laboriosa tarea de crear una pieza escénica a partir de la observación de una pintura. La elegida: El jardín de las delicias de El Bosco. 

¿Qué imagen nos devuelve este misterioso cuadro? ¿Qué relación establece la pintura conmigo? ¿Habla de mí? ¿Habla de nosotros?  

Estas eran algunas de las preguntas que aparecían en un principio al colocarse frente a la obra del pintor flamenco. Luego surgieron otras que ni siquiera se habían imaginado, incógnitas que a través de la reflexión, la investigación y la acción en el desarrollo del trabajo se han ido despejando. 

El resultado de este proceso, de este diálogo entre diferentes disciplinas artísticas, ha dado como fruto TRIPTYCH, pieza escénica que se estrenará en el Teatro de La Abadía los días 27 y 28 de abril.

El lunes pasado nos colamos en la grabación de la pieza audiovisual que está creando Bruno Praena para el espectáculo. Aquí os dejamos un aperitivo. 

Deseosos 

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Escuela de interpretación en Madrid

LA NOCHE DE MAX EXTRELLA

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Ya está todo preparado para realizar la peregrinación bohemia que se organiza cada año —ideada por Ignacio Amestoy y dirigida por Ainhoa Amestoy y Javier Huerta—, con la intención de que los devotos de Max Estrella, el inolvidable protagonista de Luces de Bohemia de Valle-Inclán, celebren al autor y su personaje recorriendo los escenarios más significativos de Madrid por los que discurre esta obra culmen del esperpento.

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Te puedes unir a esta procesión laica en cualquier punto del recorrido (los horarios son aproximados): 

18:00h. Mayor, 84. Como es ya costumbre inveterada, se congregan los bohemios, cerca del Pretil de los Consejos, donde se inicia el viaje a ninguna parte de Max Estrella, acompañado de su perro lazarillo, poco de fiar, don Latino de Hispalis. Ainhoa Amestoy y Javier Huerta, barandas de la ronda nocturna, abrirán boca recitando a pachas el romance de «Valle y Lorca, Lorca y Valle», escrito para la ocasión por un ingenio de esta corte. A continuación, el catedrático Francisco Gutiérrez Carbajo, teatrero de pro en la UNED, pronunciará el pregón de salida. Casa Ciriaco, taberna de solera y tronío, ofrecerá, para tomar fuerzas, un refrigerio a los cofrades.

18:30h. Santa Clara, 3. Ante la casa de Mariano José de Larra donde un aciago 13 de febrero de 1837 sonó la fatal detonación. Carmen Losa, virtuosa de las palabras y las acciones en la contemporaneidad teatral, contemplará a Fígaro desde la atalaya de la mujer de hoy, con Dolores Armijo en la recámara.

18:45h. Plaza Mayor. Junto a la estatua del rey Felipe III, conmemorando la inauguración en 1619 de tan histórico lugar, que habría de ser magnificente escenario de corridas de toros, juegos de cañas y fiestas sacramentales durante el siglo de los Austrias. Obra del arquitecto Juan Gómez de Mora, nadie mejor para recordarlo que otro arquitecto ilustre, Juan Miguel Hernández León, presidente del Círculo de Bellas Artes, prologado por Ignacio Amestoy. Intervendrán después Juan Cañas, músico y actor de la Cía. Ron Lalá, y la dramaturga Julieta Soria, que interpretarán un fragmento sobre Madrid de su reciente y tirsiana obra Mestiza.

19:15h. Plaza de San Ginés. Frente a la Chocolatería de San Ginés, antigua Buñolería Modernista, lugar gamberro donde los haya de Luces de bohemia. De aquellos jóvenes modernistas a los jóvenes artistas de la Real Escuela Superior de Arte Dramático, asunto del que nos hablará su director, Pablo Iglesias Simón. Y también el profesor Eduardo Pérez-Rasilla, que acaba de publicar una edición fetén de la Biblia de los cofrades, o sea, Luces de bohemia. Y para aquellos que empiecen a sentir gusa habrá algún que otro churro, gentileza de la popularísima Chocolatería.

19:45h. Puerta del Sol. Casi en el mismísimo kilómetro cero, ante la proteica fábrica de la Casa de Correos, que fuera después Gobernación, y fuera después (¡lagarto, lagarto!) Dirección General de Seguridad, y ahora es sede de la Comunidad de Madrid. El ya mencionado Ignacio Amestoy, laureadísimo autor y artífice de la Noche de Max Estrella, hará la remembranza de tan histórico lugar, con más sombras que luces, a más de sus aledaños: Pica Lagartos, Café Colón, etcétera. Ángel Solo y Tomás Repila, cumplidamente vestidos por Cornejo, interpretarán el texto titulado Te van a matar por este libro, debido a la garbosa pluma del no menos grande José Ramón Fernández.

20:15h. Callejón del Gato. Espacio mítico por sus espejos cóncavos y convexos, que a Valle-Inclán inspiraran su célebre teoría del esperpento, y que hoy cuida la taberna Las Bravas, que con su brava generosidad de costumbre ofrecerá un vino a los concurrentes. Pero antes saborearemos el verbo del escritor y director Alfredo Sanzol, responsable de la última puesta en escena de Luces en el Teatro María Guerrero. Le acompañará en el trance Juan Codina, o séase Max Estrella en la antedicha representación. Y ambos dos (Max y Latino) rememorarán la famosa escena undécima.

20:30h. Plaza de Santa Ana. Frente por frente al antiguo Coliseo del Príncipe, escenario de los grandes éxitos de Lope, Tirso y Calderón, hoy Teatro Español, regido por Carmen Portaceli, que nos dirigirá unas palabras a modo de salutación. Seguidamente intervendrán los actores Nacho Sánchez y María Isasi que rematarán la faena interpretando un texto de El sueño de la vida, la comedia sin título de Federico García Lorca que ha completado para la escena de hoy Alberto Conejero. Y, en fin, como testigo mudo de todo ello, la estatua de Federico, aunque el espíritu más vivo que nunca.

21:00h. Cervantes, 11. Ante la Casa de Lope de Vega, creador de uno de nuestros mitos dramáticos más universales, Fuente Ovejuna, comedia publicada hace justamente 400 años, o sea, otra efeméride digna de recordación. A destacarla, comme il faut, se aplicará la complutense profesora Elena di Pinto. María Besant, actriz hecha a sinalefas y encabalgamientos, recitará unos versos del Fénix de los Ingenios.

21:30h. Prado, 21. Ateneo de Madrid. En su historiado e histórico Salón de Actos, César Navarro, presidente de la Docta Casa, nos dará la bienvenida. Intervendrá luego Margarita Piñero, profesora de Escritura Dramática en la RESAD. Como en el Ateneo debieron coincidir en más de una ocasión, como socios que fueron de la venerable institución, el viejo don Ramón María y el joven Federico, dos estudiantes del máster del Instituto del Teatro de Madrid, Víctor Iván Heras y Carlos Espejo, se encargarán de evocar uno de aquellos posibles encuentros.

22:00h. Círculo de Bellas Artes. Al amparo de la diosa Minerva, la bohemia procesión será recibida por el custodio de esta institución, Juan Miguel Hernández León. Xerardo Pardo de Vera, asiduo de la Noche desde sus tiempos fundacionales, completará con unas palabras la bienvenida a la ilustre casa, cual redivivo Valle-Inclán. Finalmente, escucharemos muy atentos el Mensaje del Día Mundial del Teatro. Sala de Columnas. Apoteosis del recorrido valleinclanesco, con intervenciones varias y variadas. Primero, la del director Miguel del Arco, encargado del montaje Proyecto Lorca Joven, estrenado en los Teatros del Canal. Después, la Compañía Atelans, bajo la dirección de Juan Ollero, representará un fragmento de Las galas del difunto, en clave musical expresionista. Y, a manera de traca final, la simpar Silvia Marsó interpretará el himno de los bohemios, el Babilonio, acompañada al piano por Blanca Trabalón. Sin olvidar, claro, el chocolate y los churros.

¡Y hasta el año que viene, que viene veinte!

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Ella somos tomas las mujeres

ELLA SOMOS TODAS

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Tienes dieciocho años y te violan.

Estás de fiesta, has bebido, te has divertido, tienes el cuerpo relajado, la sangre te pide libertad, porque tienes dieciocho años, porque te gusta la vida, porque la calle y el mundo también te pertenecen. Te gusta salir, la noche y la brisa fresca de una ciudad nueva.

Un chico guapo se sienta a tu lado y te dice cosas bonitas, parece que el mundo sonríe. Va con unos amigos, son majos, también son sevillanos, la tierra del sol y la alegría. Estás bien, pero cansada y decides irte a dormir al coche. Como no conoces bien la ciudad les preguntas, ellos se ofrecen, dos de ellos pertenecen a las fuerzas de seguridad de este país, uno es policía y otro guardia civil.

Te sientes bien y segura, vas protegida. Confías.

De pronto, empiezas a sentirte rara con tanta amabilidad. Tu cuerpo te avisa, algo en tus riñones se estrecha y la respiración se empieza a acelerar.

De pronto ese chico tan guapo te besa, tú también le besas, pero te das cuenta de que no quieres beso. No, ya no quieres, te quieres ir, lo dices. El chico tan guapo te coge de la mano y te mete a un portal. Se querrá fumar un porro con sus amigos. Piensas bien, no pasa nada, son buena gente, mientras, tu cuerpo te habla, empiezas a notar que ya no estás borracha. Tu cuerpo se está despertando y toda la sangre está avisándote de que algo pasa. Tarde, muy tarde ya.

Cuando te quieres dar cuenta estas rodeada por cinco hombres en un portal que solo tiene una salida, una mano te ha bajado las bragas mientras tu dices NO.

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La manada: Jose Ángel Prenda, Alfonso Jesús Cabezuelo, Jesús Escudero, Ángel Boza y Antonio Manuel Guerrero

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Tienes una polla en la boca y te da una arcada. NO, NO, NO POR FAVOR. No solo lo dices, encima eres educada.

Lo demás ya lo sabemos todas, algunas lo hemos sabido más y otras menos. Ahora un juzgado dice que esto no es una violación, y con esto está diciendo que nuestro NO, no se oye. Que nuestro cuerpo no nos pertenece. Que nuestra opinión no cuenta. Todo este juicio se ha empeñado en demostrar y en juzgar la libertad sexual de una mujer, con preguntas capciosas y frases retrogradas.

En el hipotético caso de que ella se quisiera ir con los cinco, cosa que dudo. ¿Cuál es el problema? ¿Dónde están los límites? Nosotras también podemos estar en una orgía y nos puede gustar, pero si en el último momento decidimos que no, ya no es orgía es violación.

¿Se nos puede juzgar por querer ir a una orgía? Nuestro cuerpo es nuestro, y vamos con el donde nos de la gana.

Esta violación estaba planificada, estaba retransmitida, había un grupo de hombres esperando para ver los vídeos de la violación. Ellos, los violadores, en ningún caso hablaban de consentimiento, hablaban de dopar, de ir a la caza, de engañar, de dominar, de humillar. Es la violación que ha dejado más pruebas de todas las violaciones. Pero ella no se resistió, entonces es abuso, no violación. Si te resistes, como Diana Quer, como Nagore Laffage o como María Goreti, igual no es violación solo, igual termina en asesinato.

Esta sentencia juega en nuestra contra, en contra del cuerpo de las mujeres. Quieren dejar claro que nuestro cuerpo es un lugar que se puede seguir conquistando.

Ella estaba borracha, es uno de los argumentos del juez que pide libertad sin cargos para los acusados. ¿Y qué? yo también puedo salir y estar borracha, la calle también es mía. Ella no tenía cara de dolor, ni de sufrimiento. “Está claro que dolor, dolor, no sintió usted” ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo se puede valorar el dolor que siente una mujer en esa situación? ¿Cómo se puede medir?

Esta sentencia es contra nosotras, contra nuestra palabra y contra nuestra libertad. Ella somos todas, por eso este juicio es a todas. Hermana, yo sí te creo. Hermana, la calle es nuestra y la conseguiremos.

VANESSA ESPÍN[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Escuela de Interpretación en Madrid

MIGUEL DE MOLINA AL DESNUDO

Lunes. 18 de marzo. Víspera de primavera. Salgo, y no me avergüenzo, excitado del Teatro Infanta Isabel, tras asistir a una de las últimas representaciones de Miguel de Molina al desnudo. El culpable que tanto placer me desata está fichado. Mora en la deshonesta calle de Carretas y titula con el nombre de Ángel Ruiz. Sólo un actor de la escuela antigua –pienso en un segundo de inspiración– puede ofrecer un recital de tamaño descaro. Exhibe el señorito un dominio tan virtuoso de su instrumento que acabas por dilatar las pupilas tratando de descubrir el truco que lo protege. Nada, no hay truco. Ángel canta. Ángel baila. Ángel actúa. Ángel fuma. Y aunque nada de todo esto ocurra en el Madison Square Garden, yo les exhorto: NO SE LO PIERDAN. 

Pero además este espectáculo, escrito por el susodicho angelito –sí, chica, también escribe– se convierte deliberadamente en un ajuste de cuentas a una figura y una época. Honra la memoria febril de un fetiche de la copla; aquel que irrumpía insolente en el escenario, mientras que desde la platea una masa republicana y devota le jaleaba como La Miguela: Miguel de Molina. Que lo mismo le daba. Para entender mejor de qué hablamos cuando hablamos de Miguel de Molina, conviene recordar que en su momento de mayor popularidad, el prenda, cobraba cinco mil pesetas. Ocho mil euros de ahora. Chúpate esa mandarina.

El milagro que Ángel Ruiz obra al filo del proscenio es admirable. La identificación que alcanza con el ídolo que representa es plena sin que la personalidad del propio Ángel se desvanezca. Un delicadísimo trabajo actoral que bascula entre la mímesis y la independencia. Y entonces se alumbra la paradoja. Mientras que el espectáculo avanza empiezas a acariciar la impagable sensación de estar retrocediendo en el tiempo, de estar asistiendo como testigo excepcional a una representación que en realidad sólo pudo ocurrir en los años treinta. La nostalgia aplasta a la estadística, para demostrar al fin que cualquier tiempo pasado fue efectivamente mejor. En la puerta de salida del teatro algunos vecinos de la Villa esperamos a que apareciera el artista para rendirle tributo con un aplauso cerrado en mitad de la rue.

Un poco más tarde, después del comadreo y los chupitos, me dirijo a casa acompañado por dos de mis alumnas, Ana y Julia, actrices de raza. Al paso por la Gran Vía, me asalta de nuevo la primera intuición, y les confieso el secreto del fenómeno que hemos tenido el privilegio de contemplar: Ángel Ruiz es un actor de la antigua escuela. Ellas, tan malvadas, me preguntan qué significa eso de ser de la antigua escuela. Yo les hablo de un espíritu, de un perfume, de un estilo. Pero acierto a decir poco más mientras la noche me esfuma.

El caso es que no hay mucho más, la antigua escuela fue aquella que no pudo estudiar. Fue la escuela de la supervivencia. Y la del atrevimiento. Un oasis que diseñaron aquellos que tuvieron la valentía de soñar en libertad. Un espacio donde reivindicar la singularidad, que es la madre de la provocación. Era un mundo sin likes. Todo se jugaba a una sola carta, la del carisma. No había más. Eso, y muchas ganas de triunfar. Y de vivir…

En esas andaba Miguel de Molina, cuando una noche cuatro miembros de la Dirección General de Seguridad, los matones de Franco, le sacaron del teatro donde actuaba y le metieron en un coche. Le llevaron hasta un descampado y le dieron una paliza que lo dejó al borde de la muerte. Después el exilio. Lo que el asesino y sus esbirros no pudieron impedir es que permaneciera en la memoria de tantos que le adoraron. Aquel apóstol de la libertad, que daba cien mil vueltas a mucha moderna que hoy cree que ha inventado la pólvora, puede descansar en paz. La escuela antigua, aunque pique, sigue viva.

Gracias, Ángel Ruiz, por derrochar tanto arte y repartir tanta justicia.

Por Juan Codina | 26 marzo 2019

Alfredo Sanzol nos habla acerca de EL EMPRENDEDOR

EL EMPRENDEDOR

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Aquí hay un plan que consiste en hacer creer que:

Los jueces están comprados. Los políticos son todos iguales. Los artistas son gilipollas. Los médicos no dan una. Los científicos son parásitos. Los empresarios son la mafia. Los intelectuales el paleolítico. Los periodistas unos falsos. Los arquitectos egomaniacos y la lista puede llegar hasta el infinito y tocar casi todas las profesiones y trabajos menos uno: EL EMPRENDEDOR. El emprendedor está impoluto. ¿Por qué? Procedo a pensar.

Lo primero que llama la atención es que la palabra “emprendedor” no quiere decir nada. Cualquier actividad se enmarca dentro de un campo de actividad ya existente, incluso aquellas que tienen por destino crear en el futuro una actividad totalmente nueva. Un emprendedor siempre es algo. Es un científico, un empresario, un artista… algo. Entonces, cuál es la imagen esencial que se quiere transmitir del emprendedor. La imagen del SOLITARIO. El emprendedor no pertenece a ningún gremio. No tiene vínculos. Se hace a sí mismo. Tiene movilidad absoluta. Va a lo suyo y tiene un sueño: su movida. No tiene vínculos. No comparte intereses. No tiene hijos. Lo que le pase es responsabilidad suya. Es el culmen del sueño neoliberal: crear una sociedad de seres desvinculados, incapaces de ser conscientes de que comparten la vida, desarraigados de vínculos emocionales que pongan por delante a las personas antes que: “sus movidas”. No puede montar huelgas, no cobra pensiones, no comparte, no le interesa lo público, no forma parte del Estado, ni de ningún colectivo. Un emprendedor no tiene ni comunidad de vecinos.

Me llamo Alfredo Sanzol, soy autor y director de teatro, en España hay muchos autores y directores, en Europa también, y en el mundo. Formo parte de ese colectivo. Esas personas son mis compañeros. Comparto su destino. Creamos, inventamos, emprendemos, con mucho trabajo y sacrificio, y lo último que quiero ser en mi vida es “un emprendedor”.

Por Alfredo Sanzol | 14 marzo 2019

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