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Los monólogos de primero

LOS MONÓLOGOS DE PRIMERO

“Los monólogos”, “Los monólogos personales”, “Los monólogos de primero”, son unas pocas palabras que revolotean alrededor de los alumnos de primero que acaban de llegar al Estudio en boca de sus compañeros de segundo y tercer curso. A veces son pronunciadas con una exclamación jubilosa, otras de nostalgia, y en boca de los recién llegados con una mezcla de curiosidad y temor hacia el ejercicio al que deben enfrentarse.

El primer día de clase con Lidia, ésta les encomienda una tarea que deberán desarrollar privadamente a lo largo del primer trimestre. Se trata de escribir un monólogo a partir de una anécdota personal, un instante vivido, un recuerdo o circunstancia concreta, que después transformarán en una primera puesta en escena, y en la que deberán servirse de las herramientas pre-expresivas con las que han tenido contacto a lo largo de esos primeros meses de formación.

A partir de este momento algo que a priori parece bastante concreto y sencillo les generará un montón de dudas, y comienzan a originarse por primera vez, las preguntas que como actores nos haremos tantas veces de aquí en adelante: ¿Quién soy?, ¿Qué hago?, ¿Cómo lo hago?. Así que el asedio a la profesora al comenzar y al finalizar las clases para aclarar sus dudas (que pocas veces ella resolverá) serán casi a diario hasta el día de la muestra.

Cuando llegamos al final del trimestre y ponemos fecha para mostrar el trabajo, los nervios, miedos y agobios afloran en cada uno de ellos.

Algunos lo han escrito y reescrito varias veces, incluso tienen varias posibilidades, y no saben por cual versión de ellos mismos deben decidirse, otros lo han escrito pero sólo lo tienen en su cabeza, y unos pocos, los menos, ni lo han escrito ni lo tienen en algún sitio.

Cuando llega el día señalado, la sala de trabajo e incluso el Estudio entero respira la atmosfera común de la expectación, una vibración reconocible en todos los que nos hemos enfrentado a nuestros primeros trabajos, al riesgo y al miedo de lanzarnos a un espacio vacío que debemos llenar de energía, de vida.

Los monólogos se sucederán uno tras otro y surge lo que Lidia buscaba, lo que pretendía tan secretamente que hasta ella misma desconocía que ese era el objetivo: el desvanecimiento de la máscara, la desaparición del personaje y el descubrimiento del artista en bruto, el esbozo del creador, un papel en blanco sobre el que comiencen a desfilar personajes.

Los cuerpos sobre el espacio escénico, se suceden con belleza, miedo, tensiones, torpeza, locuacidad, poesía… hay voces y cuerpos vulnerables, desafinados, otros sorprendentemente intuitivos y dotados de plasticidad… cantan, bailan, hacen “paseíllos” vacíos de contenido, reímos, lloramos, nos sentimos sacudidos, zarandeados… nos conmueven historias, ocurrencias, gestos, palabras… y tras cuatro horas de compartir trocitos de vida, sabemos que este encuentro formará parte de nuestra memoria colectiva como grupo.

Ese día yo regresaré a casa llena, entusiasmada, vestida con su fragilidad, ningún año es igual y todos son únicos y pensaré que para ellos nada será como ha sido sino como lo recuerden.

Gracias a la ayuda inestimable de Santi y Javi que me han acompañado dando luz a mis chic@s,

        a Juan Codina y a todos los compañeros del Estudio que lo han hecho posible.

Richard Gwyn

POETA VIVO Y MUERTO

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El narrador de este libro escribe vivo y muerto. Hace ya bastantes años, al poeta galés Richard Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual sólo podía acabar en trasplante o fallecimiento. Pero, incluso en el primer caso, otra persona –«un extraño»– debía morir antes, con todo lo que eso implicaba de expectativa y pánico, de culpa y salvación entrelazadas. Precisamente este concepto, la muerte de un extraño, funciona como punto de vista narrativo en El desayuno del vagabundo (editorial Pre-Textos). Sólo que aquí ese otro es también él mismo. 

En esta memorable autobiografía —que es además un ensayo tan íntimo y conflictivo como el Estar enfermo de Virginia Woolf— su autor nos relata cómo salvó la vida a última hora gracias a un trasplante de hígado. Un hígado como el que Roberto Bolaño se quedó esperando. Ese que su hepatólogo no logró conseguirle a tiempo, mientras él le dedicaba un texto que se publicaría póstumamente. El hígado que hoy Gwyn le dedica a Bolaño. 

Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el excelente poeta que ha sido siempre Gwyn y, al mismo tiempo, por el crítico que también es. Sólo desde este desdoblamiento, que en última instancia se relaciona con su vocación de traductor, podía afrontarse con éxito ese otro desdoblamiento radical que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. Ideal narrativo después del cual, en cierta forma, sólo cabe el silencio. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, el narrador, mientras nos cuenta cómo pudo seguir viviendo gracias al cuerpo de otra persona. Y, antes de que se produzca esta inflexión iniciática, desarrolla un teoría del dolor y sus límites, del mutismo que aguarda más allá de lo físico. 

«Se me ocurre», escribe Gwyn, «que he pasado diez años investigando la subjetividad del enfermo, que he dedicado una tesis a la construcción narrativa del paciente, que he publicado en revistas especializadas e incluso escrito un par de libros sobre el tema…» En efecto, quien haya pasado una temporada en un hospital, o cuidando a un ser querido, conoce esa sensación: estar enfermo de enfermedad. «Nada de eso puede ayudarme ahora», concluye el autor: «estoy en una zona post-discursiva. He llegado al Fin de la Teoría». Un fin que tampoco nos cura de nada, salvo quizá de la esperanza de encontrar El Remedio Final, La Idea Filosófica, La Comprensión del Fenómeno. Males altamente tóxicos para el metabolismo de la literatura. 

Sorteando estos peligros, Gwyn nos ofrece impagables reflexiones sobre el cuerpo, sobre qué es contar una vida, sobre cómo la enfermedad transforma la mirada y, de algún modo terrible, también vivifica la memoria. «De vez en cuando», escribe, «sentimos la necesidad de volver a empezar, de liberarnos de todas las posesiones –o narraciones– acumuladas durante la vida». Su escritura funciona entonces a modo de despojamiento para un personaje demasiado lleno, infestado de memoria física. 

En permanente búsqueda de un punto de observación literaria de su propia dolencia, la voz protagonista va construyendo una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. En el libro se analizan dos lógicas opuestas, que combaten entre sí manteniendo el equilibrio: la lógica de la restitución, donde la salud funciona como una normalidad destinada a recuperarse; y la lógica del caos, que refuta la anterior anulando cualquier posibilidad de regreso al bienestar. Por el justo medio entre ambas, o más bien por un difícil tercer camino, avanza la voz funámbula de Gwyn, que se pasó una década vagabundeando por países mediterráneos (en particular España y Grecia), hundido en el alcoholismo aunque también en turbias epifanías. 

Esas revelaciones dieron el fruto de este libro, que relata aquellos años de viaje y adicción, o de adicción al viaje. En su reciente poemario Stowaway (Polizonte), el autor evoca los encuentros humanos en los márgenes que fueron dibujando un mapa outsider. Un grupo de desclasados que conforman la cara oculta de sus países o, dicho de otro modo, el inconsciente de sus respectivas sociedades: «Me los encuentro en tránsito, en bares sombríos o albergues,/ en pasarelas de canales, en cementerios abandonados./ Hombres nerviosos, transpirados; mujeres que siguen un código de etiqueta/ propio de una cultura ficticia. Con rastas desteñidas, apelmazadas,/ sin lavarse durante semanas; con camisetas del ejército,/ pantalones cargo, bolsillos repletos/ de droga y cuerda, piedras, algas, chicles;/ bocas preparadas para salirse por la tangente…» 

El Desayuno del vagabundo (que debe su título al irónico diálogo que sostiene el narrador con su amigo tunecino Fadi, filósofo formado en la cárcel) cuenta a continuación el proceso de su enfermedad y las metamorfosis que fue causando. Su casi inexplicable recuperación. Y, sobre todo, el problema de cómo escribirla. Esta pregunta básica —¿qué es escribir la experiencia, qué experiencias produce la escritura?— infecta el libro entero. Otro poema del mencionado Stowaway sintetiza a la perfección las inquietudes resultantes: «Cada noche se despierta a la misma hora, entre las tres y las cuatro, perplejo por las rutas que hace años tomó (…), atisbando momentos de un viaje recordado a medias. O quizá se equivoque, y no es el viaje lo que lo despierta, sino la necesidad de escribir sobre él (…) ¿Cómo alcanzamos el estado en que la cosa recordada se mezcla con su recuerdo mismo, el acto de escribir con el objeto de esa necesidad…?»

Resultará difícil que sus lectores dejemos de sentirnos cuestionados sobre nuestra propia experiencia, que suele basarse en un concepto más o menos maniqueo de esas dos potencias totalitarias —como las calificó Bolaño— llamadas salud y enfermedad. Y quién sabe si, también, sobre la división entre el cuerpo y esa protuberancia que denominamos alma. Partiendo del que tal vez sea el mejor ensayo del maestro chileno (incluido en El gaucho insufrible), Gwyn razona en ecuaciones hasta concluir que la enfermedad termina despejando toda incógnita. Cualquier elemento al que se sume queda restado, subsumido: sexo + enfermedad = enfermedad; viaje + enfermedad = enfermedad; sexo + enfermedad = enfermedad, y así sucesivamente. 

Retomando ciertos conceptos de Susan Sontag, El desayuno del vagabundo nos presenta dos reinos que se sueñan opuestos: el de los enfermos y el de los sanos. El narrador ha vivido en ambos, y ya no está seguro de cuál es el suyo. «Es», lo resume Gwyn, «como si tuviera dos pasaportes de países que sospechan el uno del otro»… Los súbditos del reino de los sanos, por supuesto, recelamos de nuestro reino futuro. Tomamos nota de él. Lo estudiamos en busca de algún pasaporte diplomático que nos ahorre los trámites más sórdidos. Al terminar nuestro desayuno con Gwyn, tenemos la sensación de hallarnos a un paso de la frontera, asustados y agradecidos. 

Con hilarantes golpes de humor escatológico que alivian sin anestesiar, a semejanza del Profesor W (de quien el narrador dice, acaso autorretratándose, que «tiene un lindo sentido para lo macabro que no puede mantener a raya»), este portentoso libro toca la vena de lo que somos en primer o segundo grado: supervivientes que hablan. Y también, por fortuna, lectores que escuchan y viven más. 

Por Andrés Neuman | 10 octubre 2019[/vc_column_text][vc_empty_space height=»2em»][/vc_column][/vc_row]

TRIPTYCH

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»72″ text=»TRIPTYCH» font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][wolf_fittext max_font_size=»42″ text=»Grabación de pieza audiovisual» font_weight=»500″ text_transform=»none» letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»3em»][vc_column_text]

Pararse y mirar, como si fuera un acto político. Mirar. Mirar y volver a mirar. Hacerlo casi como único camino posible para poder empezar a crear, para poder abrir las puertas del enigmático tríptico, como proponían los directores al comienzo de este proyecto que en unas semanas concluirá. 

Hace algo más de dos meses Luis Luque y Eduardo Mayo, junto a los quince alumnos del postgrado de este año, se embarcaban en la laboriosa tarea de crear una pieza escénica a partir de la observación de una pintura. La elegida: El jardín de las delicias de El Bosco. 

¿Qué imagen nos devuelve este misterioso cuadro? ¿Qué relación establece la pintura conmigo? ¿Habla de mí? ¿Habla de nosotros?  

Estas eran algunas de las preguntas que aparecían en un principio al colocarse frente a la obra del pintor flamenco. Luego surgieron otras que ni siquiera se habían imaginado, incógnitas que a través de la reflexión, la investigación y la acción en el desarrollo del trabajo se han ido despejando. 

El resultado de este proceso, de este diálogo entre diferentes disciplinas artísticas, ha dado como fruto TRIPTYCH, pieza escénica que se estrenará en el Teatro de La Abadía los días 27 y 28 de abril.

El lunes pasado nos colamos en la grabación de la pieza audiovisual que está creando Bruno Praena para el espectáculo. Aquí os dejamos un aperitivo. 

Deseosos 

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Escuela de interpretación en Madrid

PARA MÍ TODO LO QUE NO ES AMOR ES MIEDO

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“Amo mi profesión. La amo con locura. Y como amante obediente que soy siempre le he ofrecido lo más valioso de mí. El único secreto de actuar bien es entregarse a amar sin límites […] «La obligación de un actor es dignificar esta profesión. Hacerlo a diario. Y que cada trabajo al que nos enfrentamos seamos capaces de hacerlo como si fuera el primero, el último y el más importante de todos.” –como dijera mi amigo y maestro Carlos Hipólito en una ocasión– ese ha sido mi empeño. Yo odio la frivolidad, la falta de compromiso, la improvisación mal entendida y el poner más atención en la raya del ojo que en si el corazón palpita. Para mí todo lo que no es amor es miedo.”

Con estas palabras se cerraba anoche la gala de la 28ª edición de los Premios de la Unión de Actores y Actrices en el Teatro Circo Price de Madrid. Palabras del discurso de agradecimiento del director de nuestro Estudio, Juan Codina, al recoger el Premio a Mejor Actor Protagonista de Teatro por su trabajo en Luces de bohemia  de Alfredo Sanzol.

Una gala conducida genialmente por los actores y cantantes Verónica Ronda y Ángel Ruiz en la que Iñaki Guevara, secretario general del sindicato, pedía “más papeles para mujeres” en teatro, cine y televisión y aseguraba que “la Unión seguirá peleando para lograr la igualdad plena entre hombres y mujeres”

Una de las protagonistas de la noche fue Marisa Paredes, que recogió el Premio a Toda una Vida, y se lo dedicó a todos los compañeros de profesión ya que “es muy importante este trabajo, pero más aún es con quien haces este trabajo” y dijo sentirse muy afortunada porque “uno de los mayores placeres de la vida es trabajar en lo que te gusta”.

También hubo tiempo para escuchar a los miembros de la Subcomisión del Estatuto del Artista que recogieron el Premio Especial. Marta Rivera de la Cruz, presidenta de la subcomisión y diputada de Ciudadanos –acompañada por Emilio del Río (Partido Popular), José Andrés Torres Mora (Psoe) y Eduardo Maura (Podemos)– dio las gracias a la Unión por “otorgarnos este premio” y señaló que “un país si no respeta su cultura esta perdido”.

El galardón Mujeres en Unión lo recibió este año la sección Mujer tenía que ser, del programa de La Sexta El Intermedio conducido por Sandra Sabatés que no pudo acudir a recogerlo pero dejó un mensaje de parte de todo su equipo: “nos queda mucho camino por conseguir la igualdad. Ojalá seamos capaces de construir una sociedad feminista”.

En la categoría de cine,  Susi Sánchez ganó el premio a Mejor actriz protagonista por su trabajo en La enfermedad del domingo y Antonio de la Torre recogió el de Mejor actor protagonista por El reino. Además, Mejor actriz de reparto fue para Elvira Mínguez por Todos los saben y para Luis Bermejo por Tu hijo. Ana Wagener fue reconocida como Mejor actriz secundaria por El reino y Juan Margallo en la categoría masculina por Campeones.

El premio a Mejor actriz protagonista en Televisión fue para Inma Cuesta por Arde Madrid mientras que el de Mejor actor protagonista fue para Álvaro Morte por La casa de papel. En la categoría de Mejor actriz secundaria la afortunada fue Anna del Castillo por su personaje de Arde Madrid y Antonio Durán recibió el de Mejor actor secundario por Fariña. Y para cerrar la terna televisiva, el de Mejor actriz de reparto lo recibió Miren Ibarguren por Arde Madrid y su compañero de serie Julian Villagran se alzó con el de Mejor actor de reparto.

La noche terminaba con la categoría de teatro en la que Laura Toledo con La voz dormida ganó el de Mejor actriz protagonista y como ya decíamos al principio Juan Codina conseguía el de Mejor actor protagonista. Natalia Hernández recibió el galardón de Mejor actriz seciundaria por La ternura y su homólogo masculino fue Pepe Viyuela por El burlador de Sevilla. El reconocimiento en la categoría de Mejor actriz secundaria fue para Ángeles Martín por Hablar por hablar y Juan Vinuesa por Algún día todo esto será tuyo.

Enhorabuena a todos.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

La cultura y el PSOE

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»72″ text=»La cultura y el PSOE» font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»1em»][wolf_fittext max_font_size=»18″ text=»La vida de un creador no es fácil. Si se les quita la pensión por el hecho de crear, la mayoría de los autores van a la miseria» title_tag=»h2″ font_weight=»500″ text_transform=»none» letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»3em»][vc_column_text]

Gracias al impulso del titular de Cultura, el último Consejo de Ministros del pasado año aprobó compatibilizar, para los creadores o artistas, el cobro de sus pensiones de jubilación con los rendimientos de derechos de autor. Fue todo un éxito, después de tres años de lucha de la plataforma Seguir Creando. Pero, merced a las reticencias de los Ministerios de Seguridad Social y de Hacienda, aquellos que, antes de aprobarse la ley, fuimos penalizados con cantidades de dinero desmesuradas, a causa del rendimiento de nuestra actividad artística, seguimos pagando, pese al decreto, las sanciones con las que fuimos castigados por el “delito” de crear. Y he dicho que las cantidades eran y son desmesuradas, pues en varios creadores superan los 2.000 euros al mes durante cinco años. El caso más sangrante es el de nuestro añorado Forges, cuya familia continúa afrontando el pago de la penalización que los inspectores establecieron para su “delito” de hacernos sonreír y reflexionar cada mañana con sus viñetas.

De modo que los propósitos son loables, pero las realidades frustrantes. Aunque los responsables de la Seguridad Social y de Hacienda explican que las leyes son anteriores al nuevo decreto y que hay que cumplirlas, argumentos así tienen un cierto tufillo a aquellos que, entre otros, emplearon las defensas de los juicios abiertos contra matarifes de sangrientas dictaduras. Yo me pregunto: las leyes de apartheid, por poner un ejemplo llevado al extremo, ¿también tendrían una validez en el tiempo, una vez desaparecida la dictadura de aquel sistema racista y criminal? Imagine el lector que, en un país en donde existe la pena de muerte, los políticos deciden abolirla. Pero establecen una salvedad: hay que ejecutar a todos los que estaban condenados por la antigua ley. A los creadores que seguimos ahorcados se nos dice desde instancias gubernamentales que suspender las sanciones supone desdeñar a los inspectores que en su día las determinaron, esto es: que aunque se derogue la pena capital, es preciso ajusticiar a los que fueron declarados reos de muerte para no desairar al verdugo.

España es un país en el que a menudo parece imposible hacer justicia: por ejemplo, en el caso de Billy el Niño, emblemático torturador del franquismo. No sólo anda por el mundo libremente después de haber retocado más uñas que una manicura china, sino que, además, tiene concedidas medallas por el franquismo, e incluso del posfranquismo, por las que cobra sustanciosas gratificaciones, cifradas en casi un 50% más de la pensión de jubilación que le corresponde como exfuncionario del Estado. El Gobierno socialista ha expresado su voluntad de quitarle las condecoraciones y las pensiones que conllevan. Pero yo me pregunto: si el Ejecutivo las anula, ¿se le exigirá, como Seguridad Social y Hacienda han hecho con los creadores, que devuelva las cantidades cobradas estos años atrás por sus distinciones? Me temo que no, visto su respeto a las leyes del pasado, aunque provengan de una dictadura. Y así tendremos, para las generaciones posteriores de españoles, un ejemplo magnífico de cómo el arrancar uñas y patear testículos es más rentable que escribir libros o pintar cuadros.

La vida de un creador no es fácil. Y me remito al caso del escritor, que es el que mejor conozco. Por cada uno de sus libros vendidos, mientras que el distribuidor y el librero cobran el 55% y el editor el 35%, él recibe el 10% (en muchos casos sólo el 8%). Junto con ello, si tiene agente, del dinero que obtiene debe darle entre el 10% y el 15%. Después, ha de pagar el 15% de IRPF y liquidar beneficios con Hacienda (caso de que le quede algo de dinero). Y si además de eso se les quita la pensión o parte de ella por el hecho de crear —como sucedía hasta ahora—, la mayoría de los autores van derechos a la miseria.

De modo que, como decía Larra, escribir es llorar. En los tiempos del Gobierno de Mariano Rajoy, declarado enemigo de la cultura (el ministro Montoro se dirigió una vez al colectivo del cine diciendo “os vais a enterar”), era fácil de entender la animadversión. Pero difícilmente se comprende en los días del PSOE, un partido que abandera la defensa de los valores culturales, sobre todo cuando, en tiempo electoral, viene a pedirnos a los artistas que firmemos manifiestos solicitando a la sociedad el voto para los socialistas.

 

Artículo del escritor Javier Reverte publicado el 1 de febrero en el diario EL PAÍS.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]