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Fusión con el Espacio Guindalera

PRÓXIMA ESTACIÓN: GUINDALERA

Estreno el año 2020, fiel a la más primitiva de mis adicciones, leyendo: Los errantes de Olga Tokarkczuk, la tan reciente como flamante Premio Nobel de Literatura. Se marca La Tokarkczuk, con dos ovarios polacos, una exquisita rareza, un bidón de combustible encuadernado para paladares promiscuos, animas inquietas y  corazones peregrinos; para todos los que como la tía Olga, comparten eso de que «la verdadera vida no es otra cosa que movimiento. Precisamente lo volátil, lo móvil, lo ilusorio equivale a lo civilizado. Los bárbaros no viajan, simplemente van directos a su objetivo: la conquista». La diferencia entre sentirse heredero del viento o saberse amo de la tierra. Elijan.
Me reconozco como un inadaptado sin remedio, portador de una congénita melancolía. No siento inclinación alguna por el total de las ideologías, y si un fervor incondicional por el idealismo. Estado civil: cervantino. Soy un iluso, lo sé, pero con los años va doliendo menos. Me priva la contradicción, y al igual que O.T. (pues sí, esas son las iniciales de la autora de Los errantes, que cosas), soy de personalidad fronteriza, lo que resta seguridad, o confianza, a quien me rodea. Cumplo letra por letra uno de esos desafíos con que Peter Brook nos aprieta: defiéndelo con pasión, abandónalo con ligereza. Tengo una habilidad especial para preñarme de dudas. Certezas en cambio pocas, y casi todas de sangre. Nombre: (el de) mi padre. Religión: mi padre. Domicilio: soy actor, no tengo elección: donde habita el vacío.
El 1 de octubre de 2007, hace trece años –mmm, preadolescencia, qué edad difícil, qué nervios, nacía Estudio Juan Codina– un centro para la formación de actores, que acabaría encontrando un reservado para la creación. Creo que el estilo es el inicio de la distinción, y por tanto la primera tarea a la que se tiene que entregar un creador es precisamente a descubrir su estilo. Gracias al genio de O.T. paso a reproducir algunas de sus palabras que podría haber dicho yo mismo, pero ella mejor «descubrí que –pese a todos los peligros– siempre sería mejor lo que se movía que lo estático, que sería mas noble el cambio que la quietud, que lo estático estaba destinado a desmoronarse, degenerar y acabar reducido a la nada; lo móvil, en cambio, duraría incluso toda la eternidad». Ambición propia de un ángel famélico que sueña que vence a a la muerte.
No existe, o eso creo, UN MÉTODO. Hay tantos como actrices y actores repartidos por el mundo, y el compromiso que como docente se ha de crear con un actor que emprende su viaje, es asegurarse que se encuentra en un cruce de caminos. No saber me parece un mal final pero un gran principio. A lo largo de este tiempo he tenido el olfato y la fortuna de rodearme de un grupo de profesionales, notables en el campo de la actuación, la dirección o la dramaturgia, de procedencias y sensibilidades dispares, y que entre todos han dibujado un verdadero fuego cruzado de puntos de vista. No es posible nombrarlos a todos pero vaya mi agradeciendo a Luis Luque, Inma Nieto, Lidia Otón, Javier Albalá, Sonia Almarcha, Raquel Pérez, Alfredo Sanzol, Alberto Conejero, Laila Ripoll, Jesús Noguero, Oscar de la Fuente, Cristina Alcázar, Ismael Martínez, Mariano Llorente, Verónica Ronda, Ángel Ruiz, Vanessa Espín, Vanessa Rasero, Asier Etxeandia, Chevi Muraday, Pepe Viyuela, y tantos otros que yo sé y ellos también que han dejado lo mejor de sí mismos en el espacio de trabajo. Y por supuesto mi amuleto Hugo Silva, mi siamés Eduardo Mayo y mi socio y amigo Javier Rubio. Un sindiós, pero ¿qué creador busca estar cómodo?
¿Y ahora qué?… Con el respeto que al movimiento nos debemos, ahora más. Durante el trimestre pasado abrimos  conversaciones con la familia Pastor – Juan, Teresa y María– equipo de dirección del Espacio Guindalera, y que en ese momento buscaban traspasar la gestión del espacio. Finalmente las conversaciones condujeron a un entendimiento, y el Estudio pasa desde este año a dirigir el espacio. Muchas han sido las emociones en estos días donde debut y telón se solapaban. Quiero, porque es de ley, manifestar mi más profundo respeto a la labor que durante dieciocho años han llevado a cabo en Guindalera María, Juan y Teresa, construyendo uno de los espacios escénicos más dignos de los que ha podido presumir Madrid. He conocido a tres seres humanos inmensos, de corazón blanco y cristal en las pupilas. Ha sido una suerte de inspiración asistir como testigo a las palabras de despedida que de su boca salían; palabras llenas de sabiduría, pasión, agradecimiento y dignidad. Mi aplauso. Gracias
En resumen: éramos pocos y parió la abuela. Por lo demás ya me ven, ahí, en la foto. En el mas apacible de los vacíos.
No sé
Por Juan Codina | 15 enero 2020
Clara Sanchis

CLARA SANCHIS. UNA HABITACIÓN PROPIA

En 1928 Virginia Woolf dio unas conferencias sobre mujer y literatura en las dos únicas universidades femeninas que había en Inglaterra. En ellas reflexionaba sobre la imposibilidad de que las mujeres pudiesen ser algo más que simples cuerpos domésticos sin derechos ni libertades, condenadas a criar hijos y a cuidar de la casa apartadas casi por completo del acceso a la educación, la cultura y el arte. Al cabo de un año aquellas palabras verían la luz en forma de ensayo y se convertirían para siempre en un clásico de la escritura y el feminismo. Hoy, casi cien años después, las cosas han cambiado mucho, la sociedad es muy diferente a aquella en la que se publicó por primera vez UNA HABITACIÓN PROPIA, aunque igual las cosas han cambiado más para unos que para otras. 

Hasta hace poco yo no sabía cómo era la manera en la que caminaba Virginia Woolf. Tampoco tenía idea de cómo sonaba su voz, pero esto era hasta hace poco más de un mes, ya digo, porque ahora lo sé, sí. Lo descubrí una tarde de mediados del pasado noviembre sentado en una butaca del Teatro del Barrio. Resulta que yo pensaba que iba a ver una función, pero no, no. Resulta que lo que vi no era la versión teatral realizada y además dirigida por María Ruiz de UNA HABITACIÓN PROPIA, no. Ni la iluminación de aquello tampoco la había creado Juan Gómez Cornejo, ni aquel vestuario lo había diseñado Helena Sanchis, y por supuesto aquella que encarnaba a la escritora inglesa no era Clara Sanchis.

A la capacidad de hacer esto muchos lo llamarían magia. Para mí tiene otro nombre: Arte. Y oficio. 

Al terminar la función, esperé con Codina a que saliera Clara, quería presentármela y de paso ver si cuadrábamos la posibilidad de hacer algo para el blog del Estudio. Y así fue, tuvimos una primera toma de contacto y quedamos en que la llamaría al cabo de unos días a su vuelta de no recuerdo qué lugar para ver lo de la entrevista o lo que fuera. Y ahí comenzó lo que ha sido nuestra  divertidísima historia, a modo de relación epistolar pero a través de audios de WhatsApp, que ahora con cada palabra que escribo parece estar acercándose cada vez más al final, o no. Voy a intentar ser concreto, pero no prometo nada. Esta entrada de blog  no terminaría jamás si se me ocurriera intentar relataros lo complicado que fue conseguir volver a vernos. De la de veces que parecía que sí pero al final no, de los muchos audios en los que nos terminaba dando da la risa por imposible, de las ganas de hacerlo y de la incompatibilidad de nuestros horarios. Bueno, a veces no es que no coincidiéramos en el tiempo, es que no coincidimos ni en el el espacio de un mismo país. Hubo un momento en que empecé a sentir que se acercaban las últimas funciones y que el empeño que le estábamos poniendo igual terminaría siendo un lo que pudo haber sido y no fue, porque no parecía que el ansiado encuentro se fuera a producir antes de que terminasen las funciones y dejaran de estar en cartel, y entonces todo aquel empeño dejara de tener sentido. Pero no queríamos rendirnos, recuerdo algún audio en el que casi nos jurábamos que lo haríamos sí o sí. Sabíamos que tenía que ser y fue. Por los pelos, pero ha sido. Mañana domingo 12 de enero a las 6 de la tarde es la última ocasión para disfrutar de esta función (de momento) en el Teatro del Barrio. 

Finalmente, un par de días antes de las vacaciones de Navidad lo conseguimos. Cogimos el equipo de grabación y nos fuimos al Teatro del Barrio a hacerle a la Sanchis una pequeña entrevista -que nunca lo fue, pequeña, quiero decir- y que como todo lo que nos había ocurrido hasta entonces parecía dilatarse en el tiempo hasta el punto de devorarnos. Se me estaba yendo de las manos, aquello era una conversación, una tertulia o llámalo como quieras, pero ni de coña algo que se le pareciese a lo que podría ser un simulacro de entrevista. Conseguir montar un vídeo  con tantos minutos iba a ser un despropósito, Eugenia me iba a matar, y yo no iba a conseguir transcribir aquello ni a aunque volviera a nacer, pero allí seguíamos, agustitico, charlando como cotorras sin fin. Madre mía. 

Como bien me anunció Clara casi al principio, nos habíamos juntado el hambre con las ganas de comer. Lo primero Virginia, claro, hablamos de su lucidez, de lo brillante de su discurso, de lo moderno e inteligente de su talento y de su sentido del humor, y de lo valiente que fue. Pero una cosa llevó a la otra y luego seguimos con lo de la esperanza puesta en estas jóvenes mujeres, casi adolescentes, que vienen, y de lo concienciadas que están, y de lo absurdos que son muchos de los comportamientos que adoptamos al asumir cualquier género, sea cual sea el que elijamos. De cómo María, la directora, en una ocasión del pasado le propuso que para hacer el personaje fuera más masculina y aquello le abrió mil posibilidades. También hablamos de lo bello que es que cada vez haya más hombres feministas. Del desprecio que han tenido casi todos de los gobiernos que hemos tenido  hasta la fecha por todas las artes. De lo bello de esta profesión, de lo inestable, de que igual lo que está pasando es que estamos volviendo al lugar donde estuvimos siempre o de que no deberíamos permitirnos trabajar gratis. Me contó que cuando tenía siete años le preguntó a una niña que estudiaba piano que qué tenia que hacer para conseguir tocar ese instrumento. Seguimos con el recuerdo de cuando se dormía oyendo las teclas de la máquina de escribir de su padre o de cuando lo hacía oyendo a su madre memorizar textos. De lo importante de la escritura en su vida. De aquel tiempo en el que el miedo se apoderó de ella y no pudo seguir tocando el piano en público y de cómo está disfrutando poder volver a hacerlo. De cuando comenzó en esto por casualidad porque en realidad no quería ser actriz de ninguna de las maneras, de sus pinitos cabareteros, de aquella que vez que se dijo a sí misma en el balcón de su casa «déjate de tonterías y asúmelo ya: eres actriz». De lo interesante que sería aprovechar los sofocos de la menopausia como fuente calórica o de lo bueno y lo malo de ser de ser hija de. De que se considera optimista y que la madurez tiene algo fantástico, también tuvimos tiempo de abordar los mecanismos de la desigualdad y me habló de cuando dejó de culparse por no centrarse solo en una cosa o de cómo este oficio te obliga a investigar en el alma humana. O de cómo este proyecto nació como algo inspirado en Virginia pero no con la intención de hacer de Virginia. De de que está segura de que la elocuencia tiene que ir antes que la emoción. También hubo un momento para toda esa gente que hay en  la profesión con muchísimo talento y que no está trabajando. De la ilusión que le provocan Los Pájaros Fontaneros, el grupo de música que ha montado entre gira y gira de teatro con tres compañeros de profesión. De lo feliz que la hace poder tocar el piano en este espectáculo y de que debería ser casi obligatorio tocar un instrumento, cantar o bailar en el proceso de aprendizaje de este oficio. Me aseguró que se siente afortunada. Que le encanta esa frase de Teresa de Jesús que dice que en la contradicción está la ganancia. Me contó que la tarea de escribir un artículo semanal para un periódico la obliga a observar a los demás, a mirar fuera, porque lo que le pasa a uno mismo deja de tener interés pronto, se gasta. De que Virginia no se rinde nunca, a pesar de lo que pudiera parecernos. Y de que en lo creativo no es necesario el sufrimiento, que ya basta. Y aconseja a las jóvenas que está muy bien tener un plan B, encontrar otra cosa en lo que poner tu empeño si quieres dedicarte a esta profesión, porque esto ya sabemos como es. 

Ahora que ya termino recuerdo aquel audio en el que me explicaba que los dos días previos a la entrega del artículo intenta que sean sagrados, y que si puede se los reserva a toda costa. Creo que esto de escribir a mí cada vez me parece más difícil. En esta ocasión –el terrorista al que nada le vale que alberga mi interior– me ha hecho destruir dos versiones de lo que estáis leyendo con el consecuente retraso que eso me ha acarreado. 

Me dijo que hubo mucho tiempo en que lo pasaba fatal escribiendo. Pero que la única solución para poder seguir haciéndolo es alejarse del miedo y encontrar una manera de hacerlo lo más parecida a la forma en la que hablas, sin grandes alharacas. Me pareció un gran consejo. Parece sencillo pero no lo es, yo hoy casi me arranco la piel intentándolo.

Gracias por compartir, Clara.

Por Chechu Zeta | 10 enero 2020

CAROLINA DE LA MAZA Y MARCO LAYERA. Teatro la Re-Sentida

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El año pasado la compañía chilena La Re-sentida inauguraba el Festival de Otoño con Tratando de hacer una obra que cambie el mundo en la que contaban la historia de un grupo de actores que lleva años encerrado en un sótano ajeno a la realidad, obsesionado con crear una función que cambie la sociedad. El pasado domingo terminaba la edición del Festival de Otoño de este 2019 y los re-sentidos chilenos han vuelto a formar parte de su programación. En esta ocasión con Paisajes para no colorear, un impactante espectáculo protagonizado por nueve adolescentes de entre 13 y 17 años, que tiene como detonante los incontables actos atroces de violencia cometidos contra adolescentes de sexo femenino en Chile y en el resto de Latinoamérica. 

Ayer comenzaba en Madrid la Cumbre Mundial del Clima COP25 organizada deprisa, corriendo y casi de manera improvisada por nuestro país en un tiempo récord después de que el presidente de Chile, el empresario conservador Sebastián Piñera, admitiera hace un mes que la violencia en las calles hacía imposible la organización del encuentro. Todo estalló por el aumento de la tarifa del metro de la capital del país pero aquello no era más que la punta del iceberg del profundo sentimiento de frustración una parte grande de la población que se siente al margen del desarrollo del país en los últimos 30 años. La mayor crisis social y política que haya enfrentado el gobierno de Chile desde el retorno a la democracia en 1990.

Hemos tenido la oportunidad de hablar en estos días con Marco Layera y Carolina de la Maza, director y dramaturga de la compañía de teatro chilena y la primera primera pregunta era obligada.

Cuál es la situación ahora mismo en Chile? 

La gente se está movilizando. Está muy complejo todo, no sabemos para dónde va, sigue la represión policial. Pareciera que el gobierno ya no sabe qué hacer. Lo que más nos preocupa son las violaciones a los derechos humanos que estamos viviendo. Es uno de los momentos más oscuros de nuestro país, frente a eso estamos todos movilizados y hay que estar en las calles. Esto es un hecho histórico, único, de reivindicaciones de derechos, de justicias. Estamos viviendo un momento de experimento del sistema neoliberal. Estamos viviendo muchas injusticias, muchas desigualdades. Esto se veía venir, así que ahora hay que estar en la calle haciendo comunidad. Es muy bonito lo que está pasando, por primera vez hay un proyecto colectivo, nos olvidamos de individualidades y en cada esquina se conversa, se discute, se está fraguando una nueva forma de hacer comunidad. Eso es superbello pero muy triste, porque tenemos una clase política absolutamente indolente. En los últimos días ha habido protestas muy fuertes con actos violentos importantes, con saqueos. La sociedad se está polarizando nuevamente. Ojalá que la clase política escuche al movimiento social y podamos construir un nuevo Chile, no solo desde los partidos sino desde las bases sociales. Que el pueblo tome las riendas para construir su destino. Todos los viernes hay marchas y hay una parte del centro de Santiago que está tomado por las movilizaciones y una represión policial brutal.

Cómo nace la Re-sentida? 

Nace hace once años. Después de egresar de la escuela convoqué a algunos compañeros y compañeras con los que había trabajado y nos juntamos a hacer un trabajo generacional que hablara de por qué nos sentíamos resentidos, heridos, como ciudadanos. Lo que teníamos era mucha rabia y mucho dolor. Nos tocó vivir una transición a la democracia, una democracia pactada. Entonces nos sentíamos muy traicionados por aquellos que recuperaron la democracia y que nos prometieron aquel lema: la alegría ya viene, pero nos dimos cuenta de que la alegría nunca llegó. Nos sentimos heridos con el orden de las cosas, con nuestra historia. Heridas que no sanan. 

Re-sentir también significa volver a sentir desde la distancia y más profundamente. Desde esa perspectiva nosotros nos sentíamos como generación muy traicionados, nos dijeron que íbamos a recuperar la democracia y encontrar un país justo e igualitario, y lo que vivimos fue la admistración del sistema dejado por Pinochet. No nos dimos cuenta de que la izquierda lo que hizo fue acomodarse en sus asientos y renunciar a todo su legado ideológico, y de alguna manera todo aquello ha terminado en esta explosión social. Con esto termina, de alguna u otra manera, la transición a la democracia. 

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Nosotros encontramos la manera de hacer un teatro que hablara de nuestras contradicciones, de nuestras heridas. De revelar escénicamente las contradicciones de nuestra sociedad y siempre como un instrumento de crítica, de reflexión. Y también como un espacio para interpelar políticamente al espectador y a nosotros mismos, ya que no creemos que el artista sea un héroe, porque igualmente vivimos contradicciones y ponemos en tela de juicio lo que creemos y lo que no, la utilidad del teatro, siempre estamos reflexionando en torno al teatro. ¿Para qué?, ¿por qué? 

Para nosotros hoy en día es absurdo meternos en nuestra sala de ensayo a trabajar estando como está la calle, es imposible estar encerrados haciendo teatro así, el teatro es inoficioso en estos momentos. Hemos decidido, como compañía, que no podemos estar en nuestra sala jugando a hacer la revolución, a hacer teatro, cuando lo realmente importante está pasando fuera. Hemos tomado la decisión de no ensayar y de abrir el espacio que tenemos para colectivizar saberes, para articular acciones y para hacer comunidad de otra manera. Estar en la calle es lo más importante para nosotros ahora, es lo más efectivo, ya llegará el tiempo para volver a ensayar y hacer teatro.

Es complicado, las imágenes son muy fuertes, metaforizar sobre eso es complejo. Se viene un gran trabajo por delante. 

Cuál es la situación de la mujer en Chile hoy? 

Uy, a mí eso no me gustaría responderlo, yo siento que una mujer debería hablarte de eso. No me atrevería a responder, acá al lado está mi pareja (Carolina de la Maza) que también fue parte importante de este proyecto, se encargó de la dramaturgia y creo que es mejor que ella responda a esa pregunta. Espera un segundo, normalmente repartimos el cuidado de nuestro hijo, ella viene y yo me ocupo de él. 

Y así hicimos, Marco dejó el teléfono para pintar con su hijo y al otro lado del auricular sonó la voz de Carolina

Con el despertar de esta nueva ola de feminismo creo que hay mucha más conciencia de la desigualdad de derechos.  Sin embargo, hay un sector de la sociedad, incluidas mujeres, que está muy en contra del feminismo, no lo comprenden no lo entienden, no se sienten identificadas con la lucha feminista. Está muy estigmatizado, hay mucha ignorancia al respecto.

Mientras estuvimos creando la obra, durante un año organizamos talleres gratuitos para chicas adolescentes y les hacíamos una batería de preguntas. Entre ellas estaba si habían sentido violencia de género, si habían sido víctimas de violencia de género. Siempre contestaban que no, y eso nos llamaba mucho la atención. Pareciera que por el hecho de poder votar o estudiar ya estuviera todo en orden. Luego fuimos advirtiendo que las propias chicas nos contaban que con uniforme eran acosadas en las calles, les contábamos que aquello era violencia de género y ahí empezaban a tomar conciencia, pero en un principio no lo registraban como tal, les costaba ver que su opinión era validada. El propio sistema de salud, solo por ser mujer y estar en edad de parir, es mucho más caro que para los hombres. Tienes problemas para ser contratada si estás en edad de quedar embarazada, siempre te van te discriminar. 

Chile es muy grande y muy variado. Todo depende de dónde te encuentres, de en qué lugar del país estés situado. En cuanto te alejas de las burbujas que son, por ejemplo, el centro o vivir en Santiago y sales al mundo rural, el pensamiento o la cultura es diferente. Yo creo que hay poca conciencia y diría que toda esta ola feminista es una minoría. 

Hace un mes fuimos a hacer unos talleres con niñas adolescentes en una población de clase muy baja en Santiago, y cuando tocábamos el tema del aborto era muy duro ver que existe el mismo discurso que tiene la gente conservadora y de derechas. Las niñas en contra del aborto. El machismo era una cosa efervescente. Nosotros, cuando hacemos los talleres, tratamos de no censurar porque así también aparece la realidad, pero yo también me cuestionaba aquello de cómo no les vamos a decir nada, cómo no corregir algo. En improvisaciones los chicos improvisaban con las chicas como si fueran objetos, repitiendo patrones de conducta altamente machistas. Hay sectores muy grandes de la sociedad chilena en los colegios donde se sataniza el feminismo o ni siquiera se habla de ello. 

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La energía que desprenden estas nueve niñas y adolescentes, de entre 9 y 13 años, su irreverencia, su seguridad o la descorozonadora fragilidad que pueden llegar a poner encima del escenario. Evidentemente, percibimos el juego y el ejercicio dramático, pero por el nivel de implicación de algunas de las situaciones pareciera que están contando sus historias reales. ¿Todas ellas son actrices? ¿Habían trabajado anteriormente? 

De las nueve solo dos tenían experiencia previa, una había hecho cine y televisión desde muy pequeña y la otra había estado desde siempre muy vinculada a talleres de teatro en su colegio. Pero del resto ninguna de ellas. En la convocatoria que hicimos dejamos claro que no se necesitaba experiencia previa y que tenían que mostrar algo que les gustara hacer, y fue muy bello y libre porque hubo niñas que mostraron sus dibujos y no necesariamente actuaron, cantaron o bailaron. 

En las audiciones seleccionamos a 25 chicas con las que nos encerramos un mes intensivo a ensayar, de donde fueron saliendo muchos de los testimonios, y les hicimos investigar en casos de menores de edad que fueron asesinadas en Chile y Argentina. Y finalmente después de un mes seleccionamos a 9. Tomamos testimonios de chicas que no son el elenco, pero que las seleccionadas fueron testigo de cuando sus protagonistas lo relataron, y estas lo recogen y se empoderan. También dos de ellas colaboraron en la dramaturgia.

El monólogo del padre nació de la improvisación que hicimos a partir de la historia que nos contó una chica que no está en el elenco. Es un compendio de las cosas que todas fueron diciendo al enfrentar a su padre y lo que no les gustaba de él. Cosas que yo le diría también a mi padre. 

¿Cómo habeis conseguido que resulten como actrices profesionales? 

La chica que había hecho teatro sirvió de estímulo y ejemplo al resto, es una persona muy humilde y las demás la admiraban mucho. Al trabajar con testimonios son conscientes de que esa realidad es la que tienen que llevar al escenario. Nunca antes habíamos trabajado grabando los ensayos y fue un gran hallazgo. Claro, cuando salía una buena improvisación quedaba registrada, y después trabajábamos cada coma o cada respiración. Y a la vez nos servía a nosotros para tener apoyo y que pudieran entender cómo repetir y desarrollarlo. Y por supuesto el talento que tienen para esto. Nosotros también hemos trabajado con gente en otros talleres que sí han recibido formación para interpretar, y al final resulta que están encorsetados en unos códigos que no funcionan. Ha sido muy bonito encontrar en ellas esta manera de hacer y de actuar. 

¿Cómo es la recepción fuera de Chile, me gustaría saber si notáis grandes diferencias en la reacción del público en otros países?

En general las reacciones son muy parecidas, hemos mostrado la obra en Chile y Brasil y la gente siempre empatiza, siempre recibe muy bien el espectáculo, el público suele emocionarse y llorar. Aunque ahora en la última función que tuvimos en Madrid nos ocurrió algo que nunca nos había ocurrido, una señora desde el público empezó a gritarle a las niñas que eran unas histéricas, y al final de la función casi tuvo que salir huyendo del teatro entre los aplausos de los espectadores a las actrices. Las chicas reaccionaron y comenzaron a lanzarle el discurso final a ella, que no se callaba. Fue violento pero a la vez fue bonito ver cómo las chicas no se debilitaron.

Es muy bonito también ver a muchos hombres llorar, que empaticen. Es más normal que las mujeres, al recordar alguna situación de las que ocurren en escena, se emocionen. 

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El caso de Liseth Villa…

Ese fue un caso pero son muchos más, en diez años murieron 1313 niñas y niños violados o maltratados en centros donde debían ser protegidos y cuidados por el estado. Nadie hizo nada, nadie sabía nada. Un desastre. 

¿Qué diferencias hay entre esta nueva generación y la nuestra? 

El nivel de información al que pueden acceder los jóvenes hoy en día es muy diferente. El otro día una de ellas, que tiene trece años, me decía: Estuve ayer toda la tarde viendo el debate sobre el aborto en Argentina. Yo a los trece años no estaba pensando en eso, no estaba interesada en ver un debate, estaba jugando en la plaza de mi pueblo, era mucho más ingenua. Las nuevas tecnologías y las redes sociales tienen inconvenientes, claro, es una generación que publica continuamente su vida, se exponen mucho, pero tienen un acceso a la información muy grande que les permite estar superinformadas y empoderadas. Algunas de ellas te dan cátedra respecto al género o la sexualidad, y por mucho que sus padres en casa les digan que esto o aquello esta mal, a través del teléfono pueden acceder a conocer testimonios de otras personas y decir: no, esto es normal, esto se llama así, a mí me pasa esto, esto esta bien. Y cuando llega el momento de dialogar con sus padres son capaces de explicarles lo que a ellas les esta pasando.

¿Para qué hacéis teatro?

Porque estoy disconforme con la sociedad en la que vivo y porque siento que en el teatro puedo armar una pequeña comunidad en la que vivir como a mí me gustaría que funcionara el mundo. En esta compañía encontré un espacio donde puedo relacionarme con personas de igual a igual, donde no existe desigualdad de género, donde todas las opiniones son validadas, crear en colectivo, un espacio desde donde dar la batalla y decir lo que opinamos. Este último espectáculo es el proyecto más emocionante en el que he estado, con el que más agradecida me siento con el teatro, porque siento que significó un cambio en las chicas, en mí, en sus padres. Eso ha sido muy importante. El espacio que encontraron las chicas en los talleres para dialogar con personas adultas y constatar que sus opiniones son importantes. Este espectáculo me modificó profundamente.

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El bicentenario del Museo Del Prado

200 AÑOS

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Yo en el Prado me lío.

Se me hace bola, sí.

En los últimos dos años he acudido puntualmente con grupos de actores jóvenes en proceso de formación, que atienden con paciencia al atropellado flujo de ideas que me asaltan en las apresuradas carreras a que nos obliga el tiempo limitado de la clase. Y a pesar de las reiteradas visitas, aún no soy capaz de orientarme por las salas, lo que provoca frecuentes entradas y salidas en círculo, sin ton ni son en apariencia.

Confundidos entre el agitado hormiguero de visitantes, los alumnos deambulan provistos de sendos y preceptivos pinganillos, mientras que yo, armado de un micrófono prendido en la solapa, trato de poner orden al discurso, no siempre con éxito. La discreción del diminuto aparato hace que me olvide al instante de este pormenor técnico, por lo que a menudo soy amonestado por los vigilantes más celosos. Desistan, se lo suplico. Alguna suerte de calidad enervante debe de poseer mi naturaleza vocal, cuando la regañina me cae por sistema aunque la sala esté en modo gallinero políglota. Sea como sea, siempre me toca. Desistan, se lo suplico. Es la ansiedad la que me aboca a perder el control sobre el volumen. No puedo. Por ejemplo, ante la asfixiante atmósfera de La familia de Carlos IV comienzo a sentir como si me colgase un yunque de la boca del estómago. Basta confrontar la mirada con la de Goya, que interpela al espectador atrapado en un rincón oscuro del taller, para sentir la invasión del espacio angosto por la tropa vulgarota y garbancera. «El cuadro de todos juntos», dicen que lo llamaba el monarca en acertada y escueta descripción. De modo que mi única salvación consiste en alzar la voz y conjurar así las contradictorias emociones provocadas, al margen de las intenciones que hubieran llevado al aragonés prodigioso a confeccionar tan perturbador friso de personajes, y que nunca acabaremos de conocer (los críticos de arte inventan peregrinas y arbitrarias justificaciones a las que en modo alguno debéis conceder crédito: las razones de los genios son inescrutables, faltaría más).

Y así todo el rato y con todo, por eso me lío en el Prado y se me hace bola.

Cómo no caer abrumado bajo la intensa densidad de esta anárquica, desequilibrada y
espléndida colección de sucesivas obras maestras. Imaginad una ciudad con una docena de catedrales góticas de primer orden, un menú de platos suculentos sin dar tregua al paladar, un desfile continuo de joyas brillantes hasta cegar la vista. No hay escapatoria. Los sentidos se bloquean, aturullados en el exceso de estímulos. Las primarias leyes del placer exigen el tributo ineludible de la interrupción, el vacío reparador que nos dispondrá a reiniciar el viaje una y otra vez. Y esto resulta imposible en la severa construcción de Villanueva, porque en sus entrañas más profundas bullen en singular desorden cientos de imágenes nunca expuestas a la luz en las salas abiertas, y tanta potencia visual y creativa aprisionada se comporta como los átomos sobrecalentados del magma volcánico: tarde o temprano encontrarán un resquicio por el que dar rienda suelta a la energía acumulada durante muchos siglos y por los más pintorescos vericuetos de la historia.

Cuando ese día llegue, el toscano casón del Prado reventará por las costuras, y las galerías de columnas se extenderán en todas direcciones como tentáculos. La onda expansiva sumirá a toda la ciudad y los campos descarnados que la circundan en un profundo sueño de siglos, igual que en los cuentos. Al despertar, contemplarán atónitos las ruinas de las avenidas, las plazas y los bloques de casas cubiertos por una espesa vegetación. Distribuidas a través de las nuevas columnatas, que habrán cubierto todo el territorio como telarañas de granito y ladrillo rojo, las pinturas se mostrarán suspendidas de las ramas, como fruta en sazón, cada una en su lugar atendiendo al espíritu encerrado en ellas, todas distintas e inconfundibles. Los irisados cartones goyescos para tapiz, donde el pueblo llano oculta sus desdichas bajo la capa del casticismo, figurarán entre los cascotes de las barriadas de la periferia. Las arremolinadas meninas, y con ellas todo Velázquez, volverán al viejo solar del alcázar para servir de contrapunto al fondo encinoso de la Casa de Campo, donde los cielos corresponderán cada día al homenaje que les tributara el sevillano. Por las espesuras del Pardo se escapará el temblor de carnes rotundas de Rubens, situándose estratégicamente entre los sotos y custodiadas por los venados y las liebres del monte. El mismo camino seguirán las delicadezas de Fra Angelico, pero estas alcanzarán las cumbres de la sierra, y allí veremos al ángel anunciando a la doncella reflejado en el espejo glacial de las lagunas. Hasta Toledo, convertida ahora en la ciudad que soñaron los viajeros y poetas románticos en su delirio de reconfortante decadencia medievalista, viajarán las figuras atormentadas del cretense trasplantado, volviendo al lugar del que nunca quisieron apartarse, ni siquiera cuando eran admiradas en los muros de la pinacoteca. Las negras pesadillas del sordo guardarán, como centinelas, las escombreras y desolados desagües de Vaciamadrid (qué nombre tan bien escogido). Huyendo de ellas, Tiziano, y con él el resto de sus paisanos, tratará sin éxito de alcanzar las riberas de la mar, dispersándose por las alturas que miran a levante con sus luces de amable calidez… Coloque cada cual donde le plazca cada una de las alhajas que atesora el Museo, que la lista es interminable y el espacio infinito.

Solo una pintura permanecerá fijada en el centro del edificio original. Una obra que, velada por dos enormes portones figurando la esfera del mundo en translúcida grisalla, revelará al abrirse su verdadero y cabal significado, indescrifrable hasta el día en que los tesoros del Prado exploten a consecuencia de tanto arte comprimido en un solo punto. Y entonces lo entenderemos todo.

Por eso se me hace bola. Suerte que, a estas edades, a una ya le cabe lo que sea menester, por muy gordo e intenso que sea.

Por muchos años.

Por Marcos León | 21 noviembre 2019[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

NUESTRA INOCENCIA

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Regreso de Bilbao, después de un mes en el que he impartido un taller en Dantzerti, la Escuela Superior de Arte Dramático y Danza de Euskadi. Por primera vez, mis años eran el doble que los de la mayoría de los alumnos. En sus cuerpos, en sus entusiasmos, en sus temores, en su incomprensión, en sus alegrías, en sus revelaciones, en fin, en todo el menaje de juventud que desplegaban cada mañana, he percibido luminoso y fiero el tiempo. Desfilando tras él, su batallón de “todavías”, de “ya no”, su arsenal de recuerdos, su albarán de pérdidas. 

   Es cierto que los estudiantes de Arte Dramático son en nuestros días una tribu misteriosa. Por edad, están en primera línea de nuestro presente movedizo, pero se entrenan para un arte milenario. Prestan cuerpo, voz y espíritu a Edipo o a Ofelia, y luego regresan a sus mundos tecnológicos. Algunas veces se han tenido que enfrentar a sus familias, que (como gran parte de nuestra sociedad) entiende el teatro como un arte residual, una profesión sin salida, en liquidación. Los he visto llegar agotados de trabajos tan mal pagados que no merecieran llamarse trabajos. Se han desesperado por no encontrar una habitación fuera de la usura. Llegan con su ropa de trabajo, sus libros de Shakespeare y sus ganas intactas. Y sobre todo, una y otra vez, se conmovían con los personajes de La gaviota de Chéjov, buscaban el vértigo purificador del escenario. Sueñan con dedicarse al teatro, sin saber que con eso ya se dedican al teatro; y de nuevo Chéjov, “cuando piensan en su vocación no temen a la vida”.

   De los alumnos del estudio Juan Codina, donde trabajo desde hace ya un lustro, son pocos los que llegan atraídos por el brillo de la fama, por las lisonjas de la popularidad. Muchos más son los que, sin saber muy bien por qué (que es el único modo de estar en este oficio), han decidido consagrar sus vidas a las artes escénicas.

   Al día siguiente de regresar de Bilbao fui a ver a mi madre, que sigue viviendo en el barrio de mi juventud, Villaverde Bajo, en el extrarradio de Madrid. En los menos de diez minutos de distancia entre el metro y su domicilio, me encontré con una casa de apuestas, unos predicadores de amenazadora amabilidad, algunos cuerpos desvencijados por la heroína, dos locutorios y poco más. Allí donde estaba la panadería donde nos fiaban el chocolate a los hijos de los obreros, había un local de “Ayuda de Dios”. Pensé en los jóvenes del barrio, cuáles serían ahora sus sueños, sus esperanzas; pensé en eso que llaman “ascensor social”, y sólo vi su hueco en el esqueleto de cada edificio. Nos hemos olvidado de los barrios, de sus gentes, de lo poco que hablamos de las casas de apuestas, de quiénes están detrás sustentándolas, del ascenso vertiginoso de las sectas religiosas y sus soldados homófobos y machistas, de las consecuencias de los recortes en la educación pública, de cómo les tienen que sonar a muchos de los jóvenes de esos barrios las polémicas espumosas del Twitter y demás…

   De repente, pensé en si alguno de estos jóvenes de barrio sueña con convertirse en actor o en actriz, si en alguno de estos pisos mordidos por la aluminosis, en estas calles en los que se despliegan cepos a cada paso, algún muchacho, alguna muchacha, está leyendo Bodas de sangre o Un tranvía llamado deseo, y pensando en cómo decirles a sus padres que quiere convertirse en estudiante de arte dramático. De nuevo el tiempo y el recuerdo del Alberto adolescente soñando en ese mismo barrio con estrenar algún día una obra de teatro.

   Por último, recordé estas líneas de Nuestra inocencia, de Wadji Mouawad (obra que ojalá se publique por fin en la excelente traducción de Coto Adánez); para mí, el mejor retrato de los estudiantes de arte dramático y de la juventud de nuestros días.  Ojalá, sí, lucháramos por cuidar de la inocencia, por proteger, su futuro. Aún hay tiempo. Pero hay que darles la voz:

¿Qué os creéis que somos?

¿Qué creéis que decimos

cuando hablamos de vosotros?

¿Qué creéis que pensamos cuando exhibís 

vuestras victorias como quien exhibe su polla

y, con una palmadita en la espalda, 

queriendo darnos consejos,

nos hacéis arrodillarnos obligándonos a 

mamar el relato de las revueltas del pasado?

¿Qué creéis que pensamos cuando, sin ser conscientes

de lo que odiáis nuestra juventud, nos ordenáis:

«Chupa, chupa mi juventud perdida, 

chupa esa libertad que nunca conocerás,

chupa mi precioso piso comprado 

por dos duros y que jamás podrás pagarte,

chupa lo que fueron nuestras utopías

y que te prohíbo anhelar,

chupa el amor sin preservativo,

chupa mi viaje a la India,

chupa la fraternidad que demostramos y 

que para ti sólo es un balbuceo, ¡chupa!»?

¿Qué creéis que pensamos 

cuando nos metéis hasta la garganta

vuestros compromisos políticos, 

que para vosotros reflejan vuestro valor

y para nosotros 

vuestras traiciones y renuncias,

y metiendo y sacando,

jadeando, gimiendo de placer,

nos introducís hasta la garganta

vuestras ideologías y principios de mierda,

vuestro socialismo empalmado,

vuestro comunismo acre,

vuestro respeto republicano,

vuestro apestoso gaullismo,

vuestro vomitivo jansenismo, vuestro benévolo

racismo, vuestra política de mierda,

vuestra moral social de mierda 

y metiendo, sacando, jadeando,

cuando notáis que llega la leche blanca

de la autosatisfacción, nos ordenáis:

«¡Chupa, sí, así! Eyaculo en tu boca 

el fin de la despreocupación,»

«descargo en tu garganta 

el fin de la historia, ¡traga!»

«¿Está bueno el fin de la historia? 

Espera, voy a darte otro guantazo».

Y, gruñendo de placer, eyaculáis 

en nuestra cara el confort que os debemos,

deuda infinita cuyo fin nunca veremos.

¡Aplastáis! ¡Aplastáis! ¡Nos aplastáis!

Vuestras son las jubilaciones, la alegría, 

la historia, y nuestra la confusión.

«¿Por qué no haces algo con tu vida?

Ni idea, papá, mamá, no tengo ni idea.»

«No sé, no sé, no sé, no sé, no sé…»

«O sea no tengo ni idea,

no sé, no tengo ni idea.»

«Me palpo, me examino, 

me analizo y hay un vacío absoluto.»

«Y ni toda la sabiduría del mundo 

me impedirá decir que no tengo ni idea.»

 

Por Alberto Conejero | 22 octubre 2019

Este artículo fue publicado el 9 de octubre en la web de AISGE[/vc_column_text][vc_empty_space height=»2em»][/vc_column][/vc_row]

Richard Gwyn

POETA VIVO Y MUERTO

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El narrador de este libro escribe vivo y muerto. Hace ya bastantes años, al poeta galés Richard Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual sólo podía acabar en trasplante o fallecimiento. Pero, incluso en el primer caso, otra persona –«un extraño»– debía morir antes, con todo lo que eso implicaba de expectativa y pánico, de culpa y salvación entrelazadas. Precisamente este concepto, la muerte de un extraño, funciona como punto de vista narrativo en El desayuno del vagabundo (editorial Pre-Textos). Sólo que aquí ese otro es también él mismo. 

En esta memorable autobiografía —que es además un ensayo tan íntimo y conflictivo como el Estar enfermo de Virginia Woolf— su autor nos relata cómo salvó la vida a última hora gracias a un trasplante de hígado. Un hígado como el que Roberto Bolaño se quedó esperando. Ese que su hepatólogo no logró conseguirle a tiempo, mientras él le dedicaba un texto que se publicaría póstumamente. El hígado que hoy Gwyn le dedica a Bolaño. 

Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el excelente poeta que ha sido siempre Gwyn y, al mismo tiempo, por el crítico que también es. Sólo desde este desdoblamiento, que en última instancia se relaciona con su vocación de traductor, podía afrontarse con éxito ese otro desdoblamiento radical que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. Ideal narrativo después del cual, en cierta forma, sólo cabe el silencio. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, el narrador, mientras nos cuenta cómo pudo seguir viviendo gracias al cuerpo de otra persona. Y, antes de que se produzca esta inflexión iniciática, desarrolla un teoría del dolor y sus límites, del mutismo que aguarda más allá de lo físico. 

«Se me ocurre», escribe Gwyn, «que he pasado diez años investigando la subjetividad del enfermo, que he dedicado una tesis a la construcción narrativa del paciente, que he publicado en revistas especializadas e incluso escrito un par de libros sobre el tema…» En efecto, quien haya pasado una temporada en un hospital, o cuidando a un ser querido, conoce esa sensación: estar enfermo de enfermedad. «Nada de eso puede ayudarme ahora», concluye el autor: «estoy en una zona post-discursiva. He llegado al Fin de la Teoría». Un fin que tampoco nos cura de nada, salvo quizá de la esperanza de encontrar El Remedio Final, La Idea Filosófica, La Comprensión del Fenómeno. Males altamente tóxicos para el metabolismo de la literatura. 

Sorteando estos peligros, Gwyn nos ofrece impagables reflexiones sobre el cuerpo, sobre qué es contar una vida, sobre cómo la enfermedad transforma la mirada y, de algún modo terrible, también vivifica la memoria. «De vez en cuando», escribe, «sentimos la necesidad de volver a empezar, de liberarnos de todas las posesiones –o narraciones– acumuladas durante la vida». Su escritura funciona entonces a modo de despojamiento para un personaje demasiado lleno, infestado de memoria física. 

En permanente búsqueda de un punto de observación literaria de su propia dolencia, la voz protagonista va construyendo una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. En el libro se analizan dos lógicas opuestas, que combaten entre sí manteniendo el equilibrio: la lógica de la restitución, donde la salud funciona como una normalidad destinada a recuperarse; y la lógica del caos, que refuta la anterior anulando cualquier posibilidad de regreso al bienestar. Por el justo medio entre ambas, o más bien por un difícil tercer camino, avanza la voz funámbula de Gwyn, que se pasó una década vagabundeando por países mediterráneos (en particular España y Grecia), hundido en el alcoholismo aunque también en turbias epifanías. 

Esas revelaciones dieron el fruto de este libro, que relata aquellos años de viaje y adicción, o de adicción al viaje. En su reciente poemario Stowaway (Polizonte), el autor evoca los encuentros humanos en los márgenes que fueron dibujando un mapa outsider. Un grupo de desclasados que conforman la cara oculta de sus países o, dicho de otro modo, el inconsciente de sus respectivas sociedades: «Me los encuentro en tránsito, en bares sombríos o albergues,/ en pasarelas de canales, en cementerios abandonados./ Hombres nerviosos, transpirados; mujeres que siguen un código de etiqueta/ propio de una cultura ficticia. Con rastas desteñidas, apelmazadas,/ sin lavarse durante semanas; con camisetas del ejército,/ pantalones cargo, bolsillos repletos/ de droga y cuerda, piedras, algas, chicles;/ bocas preparadas para salirse por la tangente…» 

El Desayuno del vagabundo (que debe su título al irónico diálogo que sostiene el narrador con su amigo tunecino Fadi, filósofo formado en la cárcel) cuenta a continuación el proceso de su enfermedad y las metamorfosis que fue causando. Su casi inexplicable recuperación. Y, sobre todo, el problema de cómo escribirla. Esta pregunta básica —¿qué es escribir la experiencia, qué experiencias produce la escritura?— infecta el libro entero. Otro poema del mencionado Stowaway sintetiza a la perfección las inquietudes resultantes: «Cada noche se despierta a la misma hora, entre las tres y las cuatro, perplejo por las rutas que hace años tomó (…), atisbando momentos de un viaje recordado a medias. O quizá se equivoque, y no es el viaje lo que lo despierta, sino la necesidad de escribir sobre él (…) ¿Cómo alcanzamos el estado en que la cosa recordada se mezcla con su recuerdo mismo, el acto de escribir con el objeto de esa necesidad…?»

Resultará difícil que sus lectores dejemos de sentirnos cuestionados sobre nuestra propia experiencia, que suele basarse en un concepto más o menos maniqueo de esas dos potencias totalitarias —como las calificó Bolaño— llamadas salud y enfermedad. Y quién sabe si, también, sobre la división entre el cuerpo y esa protuberancia que denominamos alma. Partiendo del que tal vez sea el mejor ensayo del maestro chileno (incluido en El gaucho insufrible), Gwyn razona en ecuaciones hasta concluir que la enfermedad termina despejando toda incógnita. Cualquier elemento al que se sume queda restado, subsumido: sexo + enfermedad = enfermedad; viaje + enfermedad = enfermedad; sexo + enfermedad = enfermedad, y así sucesivamente. 

Retomando ciertos conceptos de Susan Sontag, El desayuno del vagabundo nos presenta dos reinos que se sueñan opuestos: el de los enfermos y el de los sanos. El narrador ha vivido en ambos, y ya no está seguro de cuál es el suyo. «Es», lo resume Gwyn, «como si tuviera dos pasaportes de países que sospechan el uno del otro»… Los súbditos del reino de los sanos, por supuesto, recelamos de nuestro reino futuro. Tomamos nota de él. Lo estudiamos en busca de algún pasaporte diplomático que nos ahorre los trámites más sórdidos. Al terminar nuestro desayuno con Gwyn, tenemos la sensación de hallarnos a un paso de la frontera, asustados y agradecidos. 

Con hilarantes golpes de humor escatológico que alivian sin anestesiar, a semejanza del Profesor W (de quien el narrador dice, acaso autorretratándose, que «tiene un lindo sentido para lo macabro que no puede mantener a raya»), este portentoso libro toca la vena de lo que somos en primer o segundo grado: supervivientes que hablan. Y también, por fortuna, lectores que escuchan y viven más. 

Por Andrés Neuman | 10 octubre 2019[/vc_column_text][vc_empty_space height=»2em»][/vc_column][/vc_row]

Alfredo Sanzol nos habla acerca de EL EMPRENDEDOR

EL EMPRENDEDOR

[vc_row][vc_column][wolf_fittext max_font_size=»72″ text=»El emprendedor» font_weight=»500″ letter_spacing=»0″][vc_empty_space height=»15px»][vc_column_text]

Aquí hay un plan que consiste en hacer creer que:

Los jueces están comprados. Los políticos son todos iguales. Los artistas son gilipollas. Los médicos no dan una. Los científicos son parásitos. Los empresarios son la mafia. Los intelectuales el paleolítico. Los periodistas unos falsos. Los arquitectos egomaniacos y la lista puede llegar hasta el infinito y tocar casi todas las profesiones y trabajos menos uno: EL EMPRENDEDOR. El emprendedor está impoluto. ¿Por qué? Procedo a pensar.

Lo primero que llama la atención es que la palabra “emprendedor” no quiere decir nada. Cualquier actividad se enmarca dentro de un campo de actividad ya existente, incluso aquellas que tienen por destino crear en el futuro una actividad totalmente nueva. Un emprendedor siempre es algo. Es un científico, un empresario, un artista… algo. Entonces, cuál es la imagen esencial que se quiere transmitir del emprendedor. La imagen del SOLITARIO. El emprendedor no pertenece a ningún gremio. No tiene vínculos. Se hace a sí mismo. Tiene movilidad absoluta. Va a lo suyo y tiene un sueño: su movida. No tiene vínculos. No comparte intereses. No tiene hijos. Lo que le pase es responsabilidad suya. Es el culmen del sueño neoliberal: crear una sociedad de seres desvinculados, incapaces de ser conscientes de que comparten la vida, desarraigados de vínculos emocionales que pongan por delante a las personas antes que: “sus movidas”. No puede montar huelgas, no cobra pensiones, no comparte, no le interesa lo público, no forma parte del Estado, ni de ningún colectivo. Un emprendedor no tiene ni comunidad de vecinos.

Me llamo Alfredo Sanzol, soy autor y director de teatro, en España hay muchos autores y directores, en Europa también, y en el mundo. Formo parte de ese colectivo. Esas personas son mis compañeros. Comparto su destino. Creamos, inventamos, emprendemos, con mucho trabajo y sacrificio, y lo último que quiero ser en mi vida es “un emprendedor”.

Por Alfredo Sanzol | 14 marzo 2019

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