MIGUEL DE MOLINA AL DESNUDO
Lunes. 18 de marzo. Víspera de primavera. Salgo, y no me avergüenzo, excitado del Teatro Infanta Isabel, tras asistir a una de las últimas representaciones de Miguel de Molina al desnudo. El culpable que tanto placer me desata está fichado. Mora en la deshonesta calle de Carretas y titula con el nombre de Ángel Ruiz. Sólo un actor de la escuela antigua –pienso en un segundo de inspiración– puede ofrecer un recital de tamaño descaro. Exhibe el señorito un dominio tan virtuoso de su instrumento que acabas por dilatar las pupilas tratando de descubrir el truco que lo protege. Nada, no hay truco. Ángel canta. Ángel baila. Ángel actúa. Ángel fuma. Y aunque nada de todo esto ocurra en el Madison Square Garden, yo les exhorto: NO SE LO PIERDAN.
Pero además este espectáculo, escrito por el susodicho angelito –sí, chica, también escribe– se convierte deliberadamente en un ajuste de cuentas a una figura y una época. Honra la memoria febril de un fetiche de la copla; aquel que irrumpía insolente en el escenario, mientras que desde la platea una masa republicana y devota le jaleaba como La Miguela: Miguel de Molina. Que lo mismo le daba. Para entender mejor de qué hablamos cuando hablamos de Miguel de Molina, conviene recordar que en su momento de mayor popularidad, el prenda, cobraba cinco mil pesetas. Ocho mil euros de ahora. Chúpate esa mandarina.
El milagro que Ángel Ruiz obra al filo del proscenio es admirable. La identificación que alcanza con el ídolo que representa es plena sin que la personalidad del propio Ángel se desvanezca. Un delicadísimo trabajo actoral que bascula entre la mímesis y la independencia. Y entonces se alumbra la paradoja. Mientras que el espectáculo avanza empiezas a acariciar la impagable sensación de estar retrocediendo en el tiempo, de estar asistiendo como testigo excepcional a una representación que en realidad sólo pudo ocurrir en los años treinta. La nostalgia aplasta a la estadística, para demostrar al fin que cualquier tiempo pasado fue efectivamente mejor. En la puerta de salida del teatro algunos vecinos de la Villa esperamos a que apareciera el artista para rendirle tributo con un aplauso cerrado en mitad de la rue.
Un poco más tarde, después del comadreo y los chupitos, me dirijo a casa acompañado por dos de mis alumnas, Ana y Julia, actrices de raza. Al paso por la Gran Vía, me asalta de nuevo la primera intuición, y les confieso el secreto del fenómeno que hemos tenido el privilegio de contemplar: Ángel Ruiz es un actor de la antigua escuela. Ellas, tan malvadas, me preguntan qué significa eso de ser de la antigua escuela. Yo les hablo de un espíritu, de un perfume, de un estilo. Pero acierto a decir poco más mientras la noche me esfuma.
El caso es que no hay mucho más, la antigua escuela fue aquella que no pudo estudiar. Fue la escuela de la supervivencia. Y la del atrevimiento. Un oasis que diseñaron aquellos que tuvieron la valentía de soñar en libertad. Un espacio donde reivindicar la singularidad, que es la madre de la provocación. Era un mundo sin likes. Todo se jugaba a una sola carta, la del carisma. No había más. Eso, y muchas ganas de triunfar. Y de vivir…
En esas andaba Miguel de Molina, cuando una noche cuatro miembros de la Dirección General de Seguridad, los matones de Franco, le sacaron del teatro donde actuaba y le metieron en un coche. Le llevaron hasta un descampado y le dieron una paliza que lo dejó al borde de la muerte. Después el exilio. Lo que el asesino y sus esbirros no pudieron impedir es que permaneciera en la memoria de tantos que le adoraron. Aquel apóstol de la libertad, que daba cien mil vueltas a mucha moderna que hoy cree que ha inventado la pólvora, puede descansar en paz. La escuela antigua, aunque pique, sigue viva.
Gracias, Ángel Ruiz, por derrochar tanto arte y repartir tanta justicia.
Por Juan Codina | 26 marzo 2019