LAS QUE TIENEN QUE SERVIR
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—Señorita, el café está servido.—
Con este único texto, u otros por el estilo, se iniciaron en la escena multitud de actrices cuando se hacían hasta tres funciones diarias. Figuración con frase, vaya.
Hoy domingo opta al Óscar una actriz por una película en la que apenas abre la boca, y cuando lo hace a menudo se expresa en una lengua de delicada musicalidad, pero incomprensible para la mayor parte del público. Yalitza Aparicio, que así se llama la candidata al premio, es una mujer indígena, una mejicana cuyos rasgos físicos no acostumbramos a contemplar ni sobre el escenario ni en la pantalla, pero sí en la caja del supermercado, limpiando váteres o cambiando el pañal de la abuela.
Basta echar un vistazo a la historia de la Literatura y el Arte para percatarse de un hecho: en las escasas ocasiones en que sus protagonistas no pertenecen a las clases poderosas, hay una alta probabilidad de que el asunto se desenvuelva sin salir de lo anecdótico, encuadrándose las más de las veces en lo humorístico. Si el relato de las élites discurre por los cauces de la épica, la filosofía, las confrontación de las ideas complejas con los grandes retos de la existencia, la vida de los desheredados se ha relegado, casi siempre, al cuadro de costumbres, el sainete, el chiste en fin.
Resulta que la Humanidad se sostiene por su flanco más primario y elemental. Rigurosamente. Cada día hay que comer, beber, dormir, cagar y mear, en orden aleatorio. Tambien respirar, si bien, a diferencia de las anteriores actividades, esta necesidad se cubre de balde y sin generar residuos que precisen especial gestión. El resto es literatura. Habitualmente, la inmensa mayoría de los habitantes del planeta han dado respuesta a estos inexcusables mandatos de la naturaleza por sí mismos, en solitario o como miembros de un grupo familiar, sea este del tipo que sea. Pero una constante parece acompañar a la especie en su recorrido histórico: a poco que se prospere, se delegan estas cuestiones capitales en personas ajenas al núcleo familiar, situadas socialmente —obvio— en los escalafones más bajos del organigrama. Quienes nada poseen, obligados a sobrevivir solucionando todo a quienes todo tienen. Hasta quitarse de la teta a los propios hijos para alimentar con su leche a los de la dueña y señora.
Con su protagonismo silente y carente de énfasis, la discreta mirada de Cleo nos va atrapando de forma imperceptible mediante la acción pura, ya sea quitando la mierda o salvando —literalmente— las vidas de quienes no le permiten ni un instante de aliento. Resuelta la película en planos gigantescos que arrancan al espectador de la butaca para situarlo en mitad de la escena, respirando con los personajes, la hermosísima y subyugante historia que cuenta Alfonso Cuarón a través de los ojos de Yalitza se posa, durante más de dos horas, en el instante preciso en que entra en escena la criada para comunicar a los señores que el café está servido.
Por Marcos León | 24 febrero 2019
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