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Los monólogos de primero

LOS MONÓLOGOS DE PRIMERO

“Los monólogos”, “Los monólogos personales”, “Los monólogos de primero”, son unas pocas palabras que revolotean alrededor de los alumnos de primero que acaban de llegar al Estudio en boca de sus compañeros de segundo y tercer curso. A veces son pronunciadas con una exclamación jubilosa, otras de nostalgia, y en boca de los recién llegados con una mezcla de curiosidad y temor hacia el ejercicio al que deben enfrentarse.

El primer día de clase con Lidia, ésta les encomienda una tarea que deberán desarrollar privadamente a lo largo del primer trimestre. Se trata de escribir un monólogo a partir de una anécdota personal, un instante vivido, un recuerdo o circunstancia concreta, que después transformarán en una primera puesta en escena, y en la que deberán servirse de las herramientas pre-expresivas con las que han tenido contacto a lo largo de esos primeros meses de formación.

A partir de este momento algo que a priori parece bastante concreto y sencillo les generará un montón de dudas, y comienzan a originarse por primera vez, las preguntas que como actores nos haremos tantas veces de aquí en adelante: ¿Quién soy?, ¿Qué hago?, ¿Cómo lo hago?. Así que el asedio a la profesora al comenzar y al finalizar las clases para aclarar sus dudas (que pocas veces ella resolverá) serán casi a diario hasta el día de la muestra.

Cuando llegamos al final del trimestre y ponemos fecha para mostrar el trabajo, los nervios, miedos y agobios afloran en cada uno de ellos.

Algunos lo han escrito y reescrito varias veces, incluso tienen varias posibilidades, y no saben por cual versión de ellos mismos deben decidirse, otros lo han escrito pero sólo lo tienen en su cabeza, y unos pocos, los menos, ni lo han escrito ni lo tienen en algún sitio.

Cuando llega el día señalado, la sala de trabajo e incluso el Estudio entero respira la atmosfera común de la expectación, una vibración reconocible en todos los que nos hemos enfrentado a nuestros primeros trabajos, al riesgo y al miedo de lanzarnos a un espacio vacío que debemos llenar de energía, de vida.

Los monólogos se sucederán uno tras otro y surge lo que Lidia buscaba, lo que pretendía tan secretamente que hasta ella misma desconocía que ese era el objetivo: el desvanecimiento de la máscara, la desaparición del personaje y el descubrimiento del artista en bruto, el esbozo del creador, un papel en blanco sobre el que comiencen a desfilar personajes.

Los cuerpos sobre el espacio escénico, se suceden con belleza, miedo, tensiones, torpeza, locuacidad, poesía… hay voces y cuerpos vulnerables, desafinados, otros sorprendentemente intuitivos y dotados de plasticidad… cantan, bailan, hacen “paseíllos” vacíos de contenido, reímos, lloramos, nos sentimos sacudidos, zarandeados… nos conmueven historias, ocurrencias, gestos, palabras… y tras cuatro horas de compartir trocitos de vida, sabemos que este encuentro formará parte de nuestra memoria colectiva como grupo.

Ese día yo regresaré a casa llena, entusiasmada, vestida con su fragilidad, ningún año es igual y todos son únicos y pensaré que para ellos nada será como ha sido sino como lo recuerden.

Gracias a la ayuda inestimable de Santi y Javi que me han acompañado dando luz a mis chic@s,

        a Juan Codina y a todos los compañeros del Estudio que lo han hecho posible.

Fusión con el Espacio Guindalera

PRÓXIMA ESTACIÓN: GUINDALERA

Estreno el año 2020, fiel a la más primitiva de mis adicciones, leyendo: Los errantes de Olga Tokarkczuk, la tan reciente como flamante Premio Nobel de Literatura. Se marca La Tokarkczuk, con dos ovarios polacos, una exquisita rareza, un bidón de combustible encuadernado para paladares promiscuos, animas inquietas y  corazones peregrinos; para todos los que como la tía Olga, comparten eso de que «la verdadera vida no es otra cosa que movimiento. Precisamente lo volátil, lo móvil, lo ilusorio equivale a lo civilizado. Los bárbaros no viajan, simplemente van directos a su objetivo: la conquista». La diferencia entre sentirse heredero del viento o saberse amo de la tierra. Elijan.
Me reconozco como un inadaptado sin remedio, portador de una congénita melancolía. No siento inclinación alguna por el total de las ideologías, y si un fervor incondicional por el idealismo. Estado civil: cervantino. Soy un iluso, lo sé, pero con los años va doliendo menos. Me priva la contradicción, y al igual que O.T. (pues sí, esas son las iniciales de la autora de Los errantes, que cosas), soy de personalidad fronteriza, lo que resta seguridad, o confianza, a quien me rodea. Cumplo letra por letra uno de esos desafíos con que Peter Brook nos aprieta: defiéndelo con pasión, abandónalo con ligereza. Tengo una habilidad especial para preñarme de dudas. Certezas en cambio pocas, y casi todas de sangre. Nombre: (el de) mi padre. Religión: mi padre. Domicilio: soy actor, no tengo elección: donde habita el vacío.
El 1 de octubre de 2007, hace trece años –mmm, preadolescencia, qué edad difícil, qué nervios, nacía Estudio Juan Codina– un centro para la formación de actores, que acabaría encontrando un reservado para la creación. Creo que el estilo es el inicio de la distinción, y por tanto la primera tarea a la que se tiene que entregar un creador es precisamente a descubrir su estilo. Gracias al genio de O.T. paso a reproducir algunas de sus palabras que podría haber dicho yo mismo, pero ella mejor «descubrí que –pese a todos los peligros– siempre sería mejor lo que se movía que lo estático, que sería mas noble el cambio que la quietud, que lo estático estaba destinado a desmoronarse, degenerar y acabar reducido a la nada; lo móvil, en cambio, duraría incluso toda la eternidad». Ambición propia de un ángel famélico que sueña que vence a a la muerte.
No existe, o eso creo, UN MÉTODO. Hay tantos como actrices y actores repartidos por el mundo, y el compromiso que como docente se ha de crear con un actor que emprende su viaje, es asegurarse que se encuentra en un cruce de caminos. No saber me parece un mal final pero un gran principio. A lo largo de este tiempo he tenido el olfato y la fortuna de rodearme de un grupo de profesionales, notables en el campo de la actuación, la dirección o la dramaturgia, de procedencias y sensibilidades dispares, y que entre todos han dibujado un verdadero fuego cruzado de puntos de vista. No es posible nombrarlos a todos pero vaya mi agradeciendo a Luis Luque, Inma Nieto, Lidia Otón, Javier Albalá, Sonia Almarcha, Raquel Pérez, Alfredo Sanzol, Alberto Conejero, Laila Ripoll, Jesús Noguero, Oscar de la Fuente, Cristina Alcázar, Ismael Martínez, Mariano Llorente, Verónica Ronda, Ángel Ruiz, Vanessa Espín, Vanessa Rasero, Asier Etxeandia, Chevi Muraday, Pepe Viyuela, y tantos otros que yo sé y ellos también que han dejado lo mejor de sí mismos en el espacio de trabajo. Y por supuesto mi amuleto Hugo Silva, mi siamés Eduardo Mayo y mi socio y amigo Javier Rubio. Un sindiós, pero ¿qué creador busca estar cómodo?
¿Y ahora qué?… Con el respeto que al movimiento nos debemos, ahora más. Durante el trimestre pasado abrimos  conversaciones con la familia Pastor – Juan, Teresa y María– equipo de dirección del Espacio Guindalera, y que en ese momento buscaban traspasar la gestión del espacio. Finalmente las conversaciones condujeron a un entendimiento, y el Estudio pasa desde este año a dirigir el espacio. Muchas han sido las emociones en estos días donde debut y telón se solapaban. Quiero, porque es de ley, manifestar mi más profundo respeto a la labor que durante dieciocho años han llevado a cabo en Guindalera María, Juan y Teresa, construyendo uno de los espacios escénicos más dignos de los que ha podido presumir Madrid. He conocido a tres seres humanos inmensos, de corazón blanco y cristal en las pupilas. Ha sido una suerte de inspiración asistir como testigo a las palabras de despedida que de su boca salían; palabras llenas de sabiduría, pasión, agradecimiento y dignidad. Mi aplauso. Gracias
En resumen: éramos pocos y parió la abuela. Por lo demás ya me ven, ahí, en la foto. En el mas apacible de los vacíos.
No sé
Por Juan Codina | 15 enero 2020

BLANCA PAULINO. LA ÚLTIMA APUNTADORA.

Casi al final de la programación de la temporada pasada en los Teatros del Canal pudimos disfrutar de SOPRO (Soplo), un espectáculo del dramaturgo y director portugués Tiago Rodrigues que protagonizaba Cristina Vidal –una de las últimas apuntadoras del Teatro Nacional D. Maria II de Lisboa– interpretándose a sí misma. La función, un profundo acto de amor y respeto hacia la profesión del apuntador, me hizo preguntarme si en nuestro teatro aún quedaban apuntadores en activo; bueno, estaba casi seguro de que no, nunca conocí a ninguno en ningún teatro, pero pensé que tal vez en el Clásico o en el Real a lo mejor todavía había alguno en plantilla. Y si no era el caso a ver si por lo menos conseguía localizar a alguien que lo hubiera sido y que me contara de primera mano los entresijos del oficio. 

Finalmente comprobé cómo los apuntadores, que en el pasado formaron parte de la piedra angular en la estructura de cualquier teatro o compañía, habían empezado a desaparecer a mediados de los ochenta y que en los noventa se podían contar con los dedos de una mano. Pero logré dar con la que había sido la última apuntadora de teatro en nuestro país, Blanca Paulino, y hace unos días tuve la ocasión de poder conversar con ella en NuBel, en el Museo Reina Sofía.

Al principio de la década de los setenta el panorama teatral en la capital era muy diferente a lo que hoy conocemos, eran otros tiempos. Se mezclaban las compañías de repertorio con las que empezaban a hacer teatro experimental, el teatro universitario con la revista, los balbuceos del teatro independiente con el de las grandes figuras. Madrid estaba lleno de teatros. Había muchos, por todas partes, grandes, pequeños, para casi todos los gustos podríamos decir, y en la mayoría era normal lo de la doble función. Y cómo no, la censura del Régimen campaba a sus anchas intentando controlar lo que se decía en sus escenarios. Camuflados entre el público en el patio de butacas, los censores vigilaban las palabras en boca de los actores a la caza de textos subversivos. 

Por entonces la gente de la profesión se reunía en la cafetería Dorín –hoy convertida en una sucursal de una cadena de bocadillos– en la calle del Príncipe, junto al Teatro de la Comedia. Un lugar frecuentado por los directores y productores teatrales de la época donde cómicos y técnicos se dejaban caer en busca de algún bolo o algún contrato que les salvará el mes o la temporada. Un día, de casualidad, Blanca –que acababa de terminar el bachillerato y estaba cursando estudios de secretaría, inglés y francés– entró a tomarse un café y dentro se topó con José Luis Alonso, director del Teatro María Guerrero en aquel momento, que le propuso trabajar como actriz. Y a sus diecisiete años, y sin haberse planteado nunca dedicarse a esto, le dijo que sí. Pronto comprobó que aquello no era fácil, que se ponía muy nerviosa y lo pasaba realmente mal. Pero ya tenía dentro el veneno del teatro y en apenas unos días se vio atrapada en un mundo del que no quería salir. 

Tenía claro que su sitio en la profesión no era ponerse delante del público, pero también estaba segura de que su futuro profesional iba a estar muy ligado a aquello. Ahora tenía que encontrar cuál sería su lugar, qué labor iba a desempeñar dentro de ese nuevo universo que se abría ante sus ojos. Y no tardó mucho tiempo en descubrir que la parte técnica le permitía desenvolverse con soltura y la presión que le provocaba aquello de la actuación  desaparecía. 

Entonces no había escuelas como ahora y la única manera de aprender cualquiera de las labores técnicas del gremio era trabajar a modo de becario junto a un profesional para poder conseguir un carnet que acreditase que estabas capacitado para desempeñar ese oficio. Blanca se pegó a un regidor, casi día y noche, armada con un bloc de notas donde apuntaba hasta el último detalle y, tras seis meses de meritoriaje –dos meses haciendo tragedia, dos de comedia y otros dos de teatro musical– y el sello correspondiente que acreditaba su aprendizaje, empezó a trabajar como regidora en una profesión donde todos eran hombres y ella la única mujer. Corría el verano del 72.

Se sentía una afortunada, porque de alguna manera sabía que estaba haciendo historia. A veces tuvo que poner a más de un compañero en su sitio cuando intentaba propasarse. Gracias a su mano izquierda y a la seguridad que tenía en ella misma consiguió que todos la respetaran y la considerasen como a uno más. Trabajó con los productores más importantes del país –Redondo, Collado o Goyanes– que intentaban colársela a la censores atreviéndose a montar obras de los entonces proscritos Arrabal y Alberti. Unos productores que, por cuenta y riesgo propios, invertían grandes cantidades de dinero en espectáculos que corrían el peligro de tener que suspender a los pocos días de haber estrenado. Eran tiempos complicados para la libertad de expresión y de las oscuras cloacas del Régimen llegaban a veces amenazas de bomba que se quedaban en eso, amenazas, pero que provocaban el desalojo de los teatros, cortes de tráfico y el consiguiente revuelo. 

Pero un día Blanca dejó de ser regidora para convertirse en apuntadora. La razón que le hizo cambiar de oficio a pesar de que le iba estupendamente fue que su pareja también era regidor, y en las compañías no había sitio nada más que para uno. Así que si querían poder salir de gira juntos tendrían que desarrollar diferentes trabajos dentro de una misma compañía y se puso manos a la obra. Después de otros seis meses del correspondiente y riguroso meritoriaje empezó a trabajar como apuntadora. 

La labor del apuntador era vital para el perfecto desarrollo de la función. Por ejemplo, en las compañías de repertorio los espectáculos se montaban en quince días, y al tener varias obras en la cabeza era más común que los actores pudiesen olvidarse del texto. Si esto ocurría, sonaba cual resorte desde la penumbra de la primera primera caja del escenario la salvadora voz del apuntador que, proyectada desde el diafragma y a un volumen adecuado, el actor alcanzaba a oír sin que el público se percatara y finalmente conseguía salir del jardín en el que se hubiera metido.  

Blanca, como todos sus compañeros de oficio, ha trabajado muchas horas en la más absoluta oscuridad –que le ha provocado algunos problemas de fotofobia en la vista– siguiendo el texto con una minúscula linterna. Invisible a ojos del espectador pero acompañando a los intérpretes en ese adrenalínico viaje que es una función. Después de casi cincuenta años dedicados a esta profesión y de haber trabajado con todos los actores y actrices que podamos imaginar, en casi todos los teatros de Madrid y de España, han sido muchas las anécdotas. Toda una vida. Incluso estuvo a punto de dar a luz a uno de sus hijos en un teatro, el Teatro Reina Victoria, donde rompió aguas aunque finalmente consiguió llegar al hospital.

Poco a poco las labores del apuntador fueron siendo absorbidas por el traspunte o el regidor. A mediados de los noventa podemos decir que la profesión había desaparecido. Blanca fue la última, consiguió aguantar hasta hace diez años. Desde entonces sigue trabajando en la misma casa –La Comedia, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico– pero desarrollando su otro oficio, la regiduría, paradójicamente con el que empezó en esto.

Fue un placer escucharla. Siempre es hermoso encontrar a gente que ama su profesión. Me transmitió un entusiasmo y una dedicación extraordinarias. Una mujer maravillosa y que, a falta de cuarenta y cinco funciones para jubilarse, aún sigue deseando que le toque la lotería para poder montar su propia compañía.  

Eso es entrega y lo demás son tonterías. Yo con personas así me voy al fin del mundo si hace falta.

BRAVO.

Por Chechu Zeta | 7 octubre 2019

SALIR RANA

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De vez en cuando aparece en escena la sobrina o sobrino de alguien más o menos cercano que quiere ser actriz o actor y sus mayores se acuerdan de ti -que, a lo tonto, llevas casi cuarenta años en esto- para que hablen contigo y les des algún consejo: explicarles qué pueden hacer, por dónde deben empezar, etc. Entonces se queda una pensando muy seriamente estas preguntas pues no son nada fáciles de contestar.

Lo primero que hago yo en estos casos es preguntarles por qué quieren ser actores. Es importante saber qué idea tienen ellos del oficio. Suelen responderte que, porque quieren hacer cine, salir en una serie, parecerse a tal o cuál actriz o actor de renombre; también mencionan a otros que trabajan en series de moda que yo no conozco porque no veo tele. Entonces me agarro a lo de la actriz de renombre y les pregunto qué trabajos conocen de ella, si de teatro, cine o televisión. Suelen responder que de la tele; contadas veces del cine. Al teatro ni lo nombran. Entonces me doy cuenta de que yo no soy actriz tal y como ellos conciben que es o debe ser una actriz: no hago cine, apenas he hecho televisión, no tengo representante, no soy famosa, tampoco tengo premios. Así que, a partir de mi trayectoria y experiencia, paso a presentarles otra cara del actor.

Yo caí en esto por accidente, no soy como tú, que tienes claro lo que te gustaría ser: persigues un sueño. A tu edad, yo tenía una confusión muy grande. Iba fatal en los estudios, sentía que no encajaba en nada; me aburrían las cosas que supuestamente me tenían que divertir. En fin, lo estaba pasando francamente mal. El futuro, ése que de pequeños pensamos que está muy lejos y que nunca va a llegar, estaba llamando a mi puerta en forma de pesadilla. En el instituto (femenino) me juntaba con las más tiradas de la clase: hacíamos pellas y nos poníamos moradas a litronas y porros. Mi cuerpo se rebelaba contra estas prácticas y terminaba poniéndome muy mala: vomitonas y todo eso. Así que, tampoco era un buen refugio. Estaba convencida de que nunca saldría de ese pozo en el que me encontraba. Me sentía muy culpable. Pensaba que yo, efectivamente -tal y como alguna vez había oído lamentarse a mi padre- había salido ‘rana’. 

Entonces pasó algo completamente imprevisto: sin esperarlo ni buscarlo, el Teatro se presentó un día ante mí y me dijo: “¿Quieres trabajar de bailarina?” “¿De bailarina, yo?” “Sí, tú. Tu ru rú.” Y yo, como no sabía decir que no a nada porque me daba mucha vergüenza todo, dije: “Vale”. Y así, empecé yo en esto. Sin saber muy bien dónde me metía. 

Trabajé bastantes años en teatros y salas de fiesta como bailarina ‘de revista’ y ‘music hall’; también en ballets ‘modernos’ de programas ‘de variedades’ que se llevaban mucho en la época (década de los 80, principios de los 90), en una tv que tan solo tenía dos canales (la uno y la dos). En aquellos espectáculos y programas de tv conocí, además de a una generación de cómicos anterior a la mía -gentes muy peculiares-, a ventrílocuos, acróbatas, magos, transformistas, payasos… En fin, un mundo extrañísimo que no hacía más que abrir mi cabeza y corazón a vivencias que jamás hubiera podido imaginar. Al mismo tiempo, sin darme cuenta, había sido rescatada de aquel callejón sin salida en el que años atrás, ante mi angustiada conciencia, aseguraba encontrarme. A esas edades, imaginar tu suicidio por razones así (no saber por donde tirar en la vida), es algo bastante común y, siguiendo la tendencia, confieso que también, a la joven que fui, se le pasó alguna que otra vez por la fantasía. Se ve que ya empezaba a cogerle gusto a eso de meterme en el drama.  

De ser bailarina, surgió un día la posibilidad de evolucionar mi carrera y pasar a convertirme en actriz. Tampoco esto lo había deseado, ni siquiera imaginado. De nuevo el Teatro se presentó ante mí y me dijo: “¿Quieres trabajar de actriz?” “¿De actriz, yo? “Sí, tú. Tu ru rú”. Y, al igual que la vez anterior, como seguía sin saber decir que no a nada y continuaba avergonzándome de todo, dije: “Vale”. Me contrataron para hacer una gira muy, muy larga, de casi un año, en una compañía de teatro ‘comercial’. La temática de la obra se tildaría hoy de súper machista: maridos que ponen los cuernos, líos que se forman con la aparición de una fulana en escena, salida de personajes por una puerta a punto de ser pillados por sus mujeres que entran en ese mismo momento por la otra, etc. Una comedia, como decían, ‘de puertas y armarios’; también enmarcada en el género del ‘vodevil’. No me encontraba en mi salsa: en aquella gira me sentía muy sola, tampoco terminaba de cogerle gusto a eso de ser actriz. Tenía realmente muchas ganas de acabar y volver a casa, también a la danza. Pero, al regreso, el Teatro se presentó de nuevo con otra propuesta: “¿Quieres presentarte a una ‘audición’ en la que buscan actores jóvenes para formarlos en el teatro del ‘Siglo de Oro’?” “¿El ‘Siglo de Oro’? ¿Y, eso qué es?” “Teatro clásico, en verso. Los ‘octosílabos’, las ‘sinalefas’…” “¿’Sinalefas’?” Había mejorado algo en el tema de la vergüenza, pero aún no había superado el atreverme a decir no. Así que, solté: “Vale”. Me presenté y me cogieron: entré en la escuela de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Fue un año maravilloso. Éramos veintitantos actores, chicos y chicas. Lo primero que hacíamos nada más llegar a los vestuarios del viejo cine de Portazgo -lugar donde se impartía el curso-, era ponernos una ‘basquiña’ (enagua blanca larga que se pone bajo los vestidos de teatro clásico para dar volumen a la falda). De esa guisa, comenzaba la clase de esgrima. Después continuábamos con las clases de historia del teatro, interpretación, verso, canto y danzas ‘pavanas’, propias del Siglo de Oro. Estrenamos la obra de fin de curso en el Festival de Almagro e hicimos temporada en la sala Olimpia de Madrid (hoy convertida en el Teatro Valle Inclán); también realizamos una pequeña gira. Fui feliz. Allí me di cuenta de que quería dedicarme a esto, al teatro. Consagrarme a él. Decidí prepararme todo lo que pudiera: estudiar voz, canto, teatro gestual, de texto, improvisación… Al terminar la escuela me volvieron a llamar para trabajar en otra compañía de teatro comercial. De nuevo tenía que hacer de amante en braguitas y sujetador. Y después, cuando terminó, me comí el primer paro gordo de mi vida (casi un año). Fue un bajón enorme, lo pasé fatal. Otra vez me di a los porros desenfrenadamente. Pero el Teatro vino de nuevo y me dijo: “Déjate de porros que te vas a estropear la voz. Mira, anuncian unas pruebas para entrar en un teatro que van a abrir nuevo. Quieren formar a actores jóvenes pero que tengan ya algunos años de experiencia profesional. Te voy conociendo, se que éste es un proyecto en el que te gustará estar. Hazme caso, preséntate”. Y me presenté. Así fue que entré en el Teatro de la Abadía. Formé parte de la primera promoción de actores. De nuevo, un año de formación intensiva con cinco o seis horas de clase al día de distintas disciplinas y técnicas teatrales. Todo eran descubrimientos y aprender con pulcritud un bello oficio que me acogía generosamente y para el que, decían, valía. Al fin me sentía útil y apreciada en algo que, al mismo tiempo, me liberaba del terrible estigma de haber salido ‘rana’. Mi padre empezó a venir a verme al teatro, a los montajes. Permanecí allí seis años en los que, además de la formación continuada, participaba en bellos espectáculos. Pero las cosas tienen su tiempo y me tocó marchar. No sólo del teatro, de España. Pedí una beca para ampliar estudios en el extranjero y me largué a Londres a estudiar con Phillipe Gaulier, quien tenía una forma muy distinta de entender el teatro. Cogió las técnicas que llevaba yo tan bien aprendidas y a las que me agarraba tan férreamente y no dudó en hacerlas añicos frente a mis compañeros. ¡Menudo ‘flopazo’! Pero, cuidado, antes de que me concedieran la beca, no me libré de comerme el segundo paro gordo (casi otro año). Todo esto te lo voy contando para que veas que no todo es un camino de rosas. Esta es una profesión muy bonita, que incluso te puede salvar la vida, como hizo conmigo, o librarte del trabajo tedioso en una oficina, pero también tiene momentos muy duros. Y duros, durísimos, fueron los trabajos que tuve que desempeñar en Londres para poder pagar la escuela y mantenerme. La beca no cubría ni un cuarto de los gastos y mi inglés era ‘chafalleiro’, por lo que los trabajos a los que tenía acceso eran los más desagradables y los peor pagados que desempeñaba un emigrante. Mis manos estaban llenas de herpes, mis pies de ampollas. Un amigo me mandaba de vez en cuando una china de hachís desde España: volví a engancharme al porrete. Era necesario doparse un poquito para aguantar aquello. Lo conseguí, hice los dos años que duraba la escuela. Tuve la suerte de que, antes de que terminar -quedaba tan solo un mes- me llamaran desde España para trabajar en una producción. Así que, al poco de regresar, comenzaron los ensayos. Al término de la ‘turné’ -por cierto, ¡qué giras más largas y maravillosas se hacían antes, recorríamos toda la península!- volví a quedarme sin trabajo una larga temporada. Pero, tranquilo/a, dicen que Dios aprieta, pero nunca ahoga, y es verdad. Siempre van saliendo cosas para ir tirando. Mientras todo esto sucedía, amigos y compañeros de clase se habían ido colocando. Algunos llegando a hacerse muy famosos. Observas que también se van alejando de tu vida porque los caminos se separan. 

La gran crisis viene cuando cumples cuarenta. Para una mujer que se dedica al teatro es una edad fronteriza: empiezan a llamarte menos. Comienzas a darte cuenta de que ahora solicitan a las actrices que van por detrás de ti, más jóvenes. Entras en sintonía con Doña Rosita la soltera, pero sin embargo nadie te da ese papel. Ni ése, ni otros. Entiendes que se te ha pasado el arroz: que ya no vas a hacer ni a la Laurencia, ni a Rosaura, ni a la hija del aire. Y que, a las Lady Macbeth, Medeas, Clitemnestras… que se monten tampoco vas a tener tú acceso, porque, de hacerlo una actriz madura, lo hará una con nombre y no tú. Ya no te ponen los porros, entonces empiezas a comer y a engordar. Te echas a perder. Pasas una etapa terrible, destructiva a tope. Pero dicen que en el fango nacen flores y es verdad. A mí se me revolvió todo y comencé a escribir. Sí, el Teatro vino y esta vez me dio un lápiz. Dijo: “Sueltalo todo” Y lo hice. Dejé que saliera por la mina lo que por lo bajo me estaba rebullendo. Así fue que estrené mi primer monólogo: protAgonizo, un texto escrito por mí. Salía en pelotas al escenario: sin tapujos, sin importarme lo que pudiera pasar, sin expectativas. Tenía la fuerza que da el no tener nada que perder pues ya lo tenía todo perdido. Sin saber ni cómo, se convirtió en un éxito. Después he vuelto a estrenar otros espectáculos del mismo corte y formato, que a la gente le siguen gustando y tocando mucho, pero nada: te encuentras con las mismas dificultades para que te programen que tenías al principio. Te hinchas a escribir correos, pero la mayoría de las veces ni te contestan. Empiezas a quemarte y a perder el ánimo otra vez. Es una desesperación. No te hacen hueco ni pa Dios. 

Y cumples los cincuenta. Ahora ya, pasas de todo. Te has dejado hasta las canas. De vez en cuando surge algo sorprendente, y es que se acuerda de ti alguien con quien trabajaste hace veinte años y te llama. Entonces vuelves a los escenarios, pero, ahora ya, los trabajos son muy cortos. Hay que chuparse un montón de ensayos, muchas veces sin que te los paguen, para hacer la función -en el mejor de los casos- tan solo dos semanas: ni te da para comer, ni para disfrutar del trabajo actoralmente, pues, cuando le vas cogiendo el punto y empieza a venir el público por el boca a oreja, se acabó. Pero, la verdad, es que, como te digo, se va tirando. No tengas miedo. Si no te llaman, siempre te puedes inventar algo tú. 

No voy a darte consejos, porque no conozco la fórmula ni creo que las haya para trabajar de actriz o de bailarina. Solo puedo contarte un poco por encima mi historia, mi experiencia. No quiero dejar de decirte que, con el tiempo, me fui dando cuenta de que lo importante no es el ‘éxito’ o el ‘fracaso’, si no, lo que durante todos estos años ha ido pasando: la gente que has conocido, tantas experiencias y escenarios compartidos: con compañeros, con el público… Las clases que tomaste y tomas (porque esto nunca se acaba de aprender), las que das tú de vez en cuando, haberte ido hasta Londres a estudiar, la cantidad de wáteres que limpiaste allí, verte bailando, actuando o escribiendo (cosas todas ellas fantásticas, impensables para uno en otro momento de la vida). Lo más bonito de una profesión, lo mismo que de un amor, es la sorpresa. Ser actor/actriz tiene esa bendita cualidad: te brinda experiencias que ahora mismo no podrías imaginar por claro que creas que tienes lo que persigues. En realidad, la vida es así en todos sus aspectos: nos rompe -por gracia- los esquemas a cada paso, revelando cosas y valores que uno no esperaba para nada. Te puedo decir que, hasta los momentos más crudos, me parece un lujo haberlos vivido. Al final, no encuentro que sea nada malo ‘salir rana’. 

Y ahora, si quieres, paso a recomendarte algunas escuelas. 

Por Ester Bellver | 31 mayo 2019

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Escuela de interpretación en Madrid

ENTREVISTA A TANYA BEYELER. EL CONDE DE TORREFIEL

Esta tarde se estrena en Los Teatros del Canal Guerrilla de El Conde Torrefiel. Me hubiese encantado poder tener un encuentro con Pablo Gisbert y Tania Beyeler, sus fundadores, pero la realidad manda y me fue de todas imposible. Ambos se encuentran en Barcelona, y Pablo solo vendrá a Madrid para el estreno y se volverá de nuevo rápidamente. Tanya está a punto de dar a luz, están esperando a su segundo hijo. Así que no hay otra opción, haremos la entrevista por teléfono. Cuando llamo a Tanya se encuentra en una cafetería, el ruido de los señores jugando al dominó no nos permite escucharnos con claridad, así que se pone los cascos y tema resuelto. Empezamos.

¿Tania, qué podremos ver los que vayamos a los Teatros del Canal desde hoy jueves hasta el sábado?

Guerrilla fue creada hace tres años y en ese momento nosotros estábamos en un momento bastante distinto de la vida. Lo que se verá en los Teatros del Canal es el final de un proceso de casi dos años que también se llamó Guerrilla, y del que salieron cuatro pequeñas guerrillas, que hicimos en diferentes lugares y en formatos muy distintos y no teatrales, que culminaron en dos piezas. Por un lado, La posibilidad que desaparece frente al paisaje, estrenada dentro del ciclo EL LUGAR SIN LÍMITES, organizado por el Teatro Pradillo en el CDN de Madrid en 2015. Y por otro lado esta Guerrilla –la final, que ahora llega a Madrid– que se estrenó en el KUNSTEN FESTIVAL DES ARTS de Bruselas en el 2016. Son dos piezas que tienen nada y mucho en común. Son el negativo y el positivo de una misma idea o concepto.

Para quien ha visto La posibilidad… verá que igual que esta (empieza con una conferencia) pero que aquella estaba llena de ausencias, o sea, eran todas escenas masivas donde no había personas sino simplemente una representación de ellas a través de los cuatro performers que estaban en escena. Ausencia de sonido, de música… era una obra muy silenciosa en la que había mucho texto para leer. En cambio, en esta Guerrilla, que era un poco la idea del proyecto, la guerra, la guerrilla está en las cabezas. La guerra ya no es física, de sangre y espada, si no una guerra mental.

Hoy, precisamente tres años después, cuando te enfrentas a la actualidad, a tus redes sociales, a la información, ves que la guerra está en las palabras, la guerra está en las cabezas. La gente ya no se pega si no se insulta. Se lanza palabras, se lanza bombas de palabras, de opiniones, no hay una confrontación real y mucho menos diría que intelectual –porque está perdiendo bastante en ese sentido– pero sí que es más virtual y menos física.

Por eso en las dos piezas podríamos decir que el mensaje no viene transmitido a través de un cuerpo real, de una voz real, sino a través de un texto proyectado. Una pantalla y un texto que se recibe solo a través de la lectura personal e intransferible de cada espectador.

De alguna manera este es el código al que nos tenéis acostumbrados.

Sí, es nuestra manera de trabajar, pero empezó a ser más radical, o más contundente, a partir de La posibilidad… y después ya en Guerrilla, que es toda leída. Hasta ese momento hacíamos un 50/50 entre palabra dicha y palabra leída.

Hemos leído de todo a cerca de vuestro trabajo, hemos visto como la critica alababa o repudiaba casi a partes iguales vuestras propuestas escénicas, no había un punto medio.

Bien, eso es positivo, ¿no?

Sí, claro, a mí me lo parece, es genial. Sobre todo me parece muy interesante que en tan poco tiempo –bueno, esto según como lo midamos, pero aún no tenéis diez años como compañía– habéis pasado de ser, podríamos decir, algo así como una especie de terroristas o outsiders de la escena, y estar programados (en nuestro país) en salas periféricas o alternativa a estar presentes en grandes teatros y museos. Hace cuatro o cinco años solo os podíamos ver en la capital en el Teatro Pradillo, donde no se acercaban a veros más de treinta personas. Eran los únicos que se atrevían a programaros.

Sí, puede ser. En Madrid las cosas han cambiado bastante en los últimos años, ha sido bastante exponencial el cambio. Pero no voy a negar que de alguna manera, aunque en España aún seguimos estando bastante poco presentes, por lo tanto un poco marginales, pero fuera ahora estamos dentro de un circuito mercantil de teatro contemporáneo muy evidente, no me las voy a dar aquí de punky del teatro cuando estamos en el mercado total. Los tipos de festivales y teatros a los que vamos son del circuito…

Elitista casi, podríamos decir…

Sí, elitistas de alguna manera, bueno esta es una palabra que tendríamos que coger con pinzas ya que según el país unos casos son más elitistas que otros, según el consumo cultural del ciudadano. No es lo mismo París que Málaga, o Brighton que Praga, o Roma o Matera.

¿Eso os ha cambiado a la hora de crear?

Desde nuestro punto de vista ahora mismo, lo vivimos como nuestro trabajo. Nuestra relación con nuestra obra no es un trabajo de 8 a 6 sino algo más exigente. Nosotros además vivimos juntos, somos pareja y tenemos que hacer una separación entre lo profesional y lo personal. Si bien hay mucho de personal, nuestra relación con nuestra obra es de trabajo y entra absolutamente en dinámicas de producción. Por supuesto tenemos unos límites y no nos vendemos a cualquiera, pero es nuestro trabajo. Si comemos, comemos de esto. Es ahí donde la relación con tu obra cambia. Que no quiere decir que cambie la obra, pero sí tu relación con ella. Por eso cuando empezamos hace nueve años nuestra relación era distinta, trabajábamos de una manera mucho más kamikaze, por supuesto, porque no teníamos nada que perder. Ahora, muy a nuestro pesar, es nuestro trabajo, seguimos intentado hacer lo que nos da la gana, pero la relación es mucho más pragmática, ya que hay agendas, hay números, hay contratos. Antes trabajábamos con nuestros amigos a cambio de nada, ahora a la gente le pagamos, nosotros cobramos. Todo esto hace de la actividad una actividad laboral, y este cambio de estructura te obliga a cambiar quieras o no. Podemos decir que cambia la forma pero esto no afecta al resultado de la obra. Cuando eres más joven y ves a los artistas que son tus referentes, los tienes idealizados, el artista y la obra, pero ellos están trabajando, y para estar en ese punto de visibilidad hay un trabajo detrás de organización, de producción, de elección y de tomas de decisiones contractuales. No es lo mismo cuando empezábamos y no teníamos nada a ahora que hay dinero. La gente a la que contratamos y nosotros mismos trabajamos de otra manera, claro, pero esta suma de las partes no afecta al resultado. Te acercas a tu obra en términos laborales y no en unos términos tan románticos.

Al principio, Pablo estuvo alguna vez en escena, pocas, tú en cambio sí aparecías más a menudo pero desde hace un tiempo son otros cuerpos los que vemos en vuestras producciones ¿Cómo es trabajar desde otros?

El Conde de Torrefiel nació como idea romántica al principio, como algo colectivo, que es una actitud muy juvenil y muy bonita, pero nos dimos muy pronto cuenta de que eso era muy complicado de llevar a cabo durante un tiempo largo, y entonces decidimos que a nivel estructural nosotros seríamos el núcleo decisivo, directivo, aunque no nos guste la idea de ser jefes ni de la autoría. No es algo con lo que nos sintamos cómodos. A la hora del proceso creativo de una pieza intentamos mantener esa idea de colectivo lo máximo posible, esa idea de horizontalidad. Obviamente llevamos la primera idea, el primer impulso, pero como creamos mucho desde la página en blanco, desde cero, el grupo con el que estemos trabajando es fundamental. Sus ideas, sus cuerpos, su manera de estar, lo que ellos aportan es lo que realmente genera el material que luego aparece en la pieza. Nuestra función es una función meramente artesanal: organizar la información y las formas, hacer la dramaturgia. Organizar y escoger aquellos materiales que durante todo el proceso de ensayos han ido apareciendo y que no son obra nuestra, sino obra de aquellos que participan. Por eso cada espectáculo tiene características muy particulares, ya que vienen dadas por los que participan en él. Porque sin esas personas ese espectáculo no hubiera salido así. Mantenemos la idea de colectividad en el proceso creativo, y las ultimas dos semanas es cuando Pablo y yo entramos en primer plano y organizamos el material resultante. Decidimos (transiciones, orden, duración) y metemos los textos de Pablo. Nunca trabajamos los textos al principio, solo al final, es el paquete final. Los textos muy a menudo vienen de todas las conversaciones que nacen en un proceso de creación, también cuando sales del ensayo y te tomas una cerveza, cuando Pablo y yo estamos en casa. Siempre los trabajamos de una manera muy actual, siempre vienen de estas conversaciones o temas que están pululando por nuestro entorno en ese momento.

Guerrilla se estrenó finalmente en mayo de 2016, después de más de dos años de trabajo y de dar muchas vueltas alrededor de la idea del bombardeo silencioso. Pero lo que fue muy determinante fue estar en París en noviembre de 2015 diez días después del atentado en Bataclán y estar trabajando con los participantes locales y sus historias. Esto determina y modifica esa idea de esta Europa que está en guerra y no lo sabe. Se pasó de una cosa más abstracta, la guerra en la cabeza, ese sufrir un cansancio de estar luchando no se sabe muy bien para qué ni para quién, a realmente algo concreto. A hay un enemigo aquí y no sabemos dónde está. Luego hemos sufrido más atentados a nivel europeo, Barcelona en agosto de 2017, por ejemplo, pero el enemigo ya no lo veo, se ha diluído su forma, toma otra. Pero siempre nace de la misma manera y viene a raíz del conflicto y de los mismos miedos, del no entendimiento entre personas.

Uno de los ejes fundamentales de Guerrilla es la dicotomía entre mundo interior y mundo exterior. La individualidad y la experiencia individual, cómo vive cada individuo  las cosas acorde a su bagaje (edad, cultura, vivencia, biografía) versus lo que es el cuerpo colectivo y la vivencia del cuerpo colectivo, que es el tiempo histórico, que eso no lo eliges tú. ¿Cómo se puede encontrar, si se puede, una armonía entre aquello que yo siento, necesito, pienso, con lo que me rodea? Imposible.

Por eso estamos como estamos.

Pero siempre ha sido así, yo creo. Esto lo tratamos en Guerrilla. Ha habido en siglo XX un momento de suspensión o de dislocación del conflicto. Después de una II Guerra Mundial, del principio del s. XX, que ha sido muy cruento, el shock que eso creó hizo que los países desarrollados, o como los quieras llamar, se organizaran de una manera un poco más altruista. Por supuesto, era todo mentira, pero los europeos creíamos que sí, que qué bien se vive ¿no? “Somos gente solidaria”, y todas esas cosas que luego no son verdad. El conflicto estaba desplazado y ahora se esta presentando de otra forma, está entre nosotros.

Me gustaría decir esto antes de terminar, porque alguna vez se nos ha echado en cara. Guerrilla es una pieza de teatro, y es una pieza para leer durante una hora y veinte, que no es lo mismo que escuchar durante una hora y veinte. La información está muy dosificada y planteada de una manera por supuesto efectista, utilizamos en algún sentido las armas del enemigo, y no se puede tratar todo en profundidad, sino que es una propuesta poética a raíz de un contexto actual, que tontea en algún momento con la biografía de alguno de los participantes y lo documental. Guerrilla satura, hay saturación de personas, de sonidos, de palabras.

¿Qué problemas o dificultades tiene a día de hoy el Conde de Torrefiel a la hora sacar adelante un nuevo proyecto?

En nuestro circuito, al ser una compañía española (y estoy segura de que es un problema generalizado en nuestro país para otras compañías) es muy difícil tener una estructura pero al mismo tiempo indispensable. Seguimos trabajando desde casa, no tenemos casi nadie, o nadie que trabaje para nosotros. En cambio en otros países las compañías tienen gente trabajando en el departamento de comunicación, de contabilidad, de producción. No hay estructura, somos nosotros y ya. Tenemos que ser empresa pero es casi imposible. Para acceder a una ayuda del INAEM tienes que ser empresa y no vale que seas asociación, lo cual me parece un escándalo porque yo no soy una empresa, a ver, lo somos, pero es una burrada económica, y necesitas unos conocimientos que tú no tienes, no eres un gestor administrativo. Como artista te tienes que hacer las facturas, el I.V.A, etc. Puedo chapotear en esos asuntos pero no tengo ni idea.

Esto no puede ser, es lo más urgente que hay que solucionar. ¿Cómo se pueden sacar trabajos excelentes a largo tiempo cuando no te puedes permitir que alguien para ti haga esos trabajos transversales y necesarios que tú no puedes abordar por falta de conocimientos? Creo que esta es la raíz del problema en España y esto termina dinamitando todo lo demás: la creatividad, el amor, la dedicación, la excelencia, el entrenamiento, el trabajo y claro, si tú haces cuatro espectáculos maravillosos todos pero se mueren a los diez bolos, te lo piensas, porque uno se hace mayor y tiene que comer.

Y para terminar una pregunta casi imposible de responder: ¿y todo esto para qué?

Yo me la hago cada día, ¿para qué? Porque no me abro una floristería y a tomar por el culo todo. ¿Para que vivir? también. No tengo la respuesta, pero es una gran pregunta y creo que hay que hacérsela todos los días aunque sea para dudar de todo aquello que hagas, es muy importante para relativizar tu trabajo. Porque no hay nada peor en el mundo del arte –en este plano de la ficción, de la substracción– que creerte mucho esto que haces, para mí no hay nada peor, no. Todo lo que hago son intentos de buscar ese para qué.

Por Chechu Zeta | 28 febrero 2019